Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941
Basta este cuadro, cuyas tintas (conforme al genio blando y misericordioso de Pulgar) son más bien atenuadas que excesivas, para comprender el caos de que sacó a Castilla la fuerte mano de la Reina Católica, asistida por el genio político y la bizarría militar de su consorte. El mal exigía remedios heroicos, y por eso fue aplicado sin misericordia el cauterio. Ninguno de los más ardientes panegiristas de la Reina Católica (¿y quién puede dejar de serlo?) ha contado entre sus excelsas cualidades la tolerancia y la mansedumbre excesivas, que, cuando hacen torcer la vara de la justicia, no han de llamarse virtudes, sino vicios. Todos, por el contrario, convienen en que fue más inclinada a seguir la vía del rigor que la de la piedad, «y esto facia (añade su cronista Pulgar) por remediar a la gran corrupción de crímenes que falló en su reino cuando subcedió en él». Más de 1.500 robadores y homicidas desaparecieron de Galicia en espacio de tres meses, ante el terror infundido por los dos jueces pesquisidores que la Reina envió en 1481; cuarenta y seis fortalezas fueron derribadas entonces, y veinte más tarde: ajusticiados como principales malhechores Pedro de Miranda y el mariscal Pero Pardo. Cuando en 1477 la Reina puso su tribunal en el Alcázar de Sevilla, «fueron sus justicias (según el dicho de Andrés Bernáldez) tan concertadas, tan temidas, tan executivas, tan espantosas a los malos», que más de cuatro mil personas huyeron de la ciudad: unos a Portugal, otros a tierra de moros. Aquietados los bandos de Ponces y Guzmanes; convertido en héroe épico y, en Aquiles de la cruzada granadina el más terrible de los banderizos andaluces; allanada en Mérida, en Medellín y en Montánchez la desesperada resistencia del feudalismo extremeño, sostenido en los hombros hercúleos del clavero de Alcántara Don Alonso de Monroy; organizada en las hermandades la resistencia popular contra tiranos y salteadores, pudo ponerse mano en la restauración interior del reino, empresa harto más difícil que lo había sido la de vengar la afrenta de Aljubarrota en los llanos de Toro y depositar los trofeos de aquella retribución sobre la tumba del malogrado Don Juan l.
No bastaba decapitar materialmente la anarquía mediante aquellas terríficas y espantables anatomías de que habla el Dr. Villalobos, sino que era preciso cortarla las raíces para impedirla retoñar en adelante. Y entonces se levantó con formidable imperio la potestad regia, nunca más acatada y más amada de nuestro pueblo, porque nunca, desde los tiempos de Alfonso XI, habían tenido nuestros reyes tan plena conciencia de su deber, y nunca había hecho tanta falta lo que enérgicamente llamaban nuestros mayores el oficio de rey. Y con este oficio cumplieron los Reyes Católicos, no ciertamente a sabor de los que hoy reniegan de la tradición o quisieran amoldarla a sus peculiares antojos, pero sí en consonancia con las leyes de nuestra civilización y con el impulso general de las monarquías del Renacimiento. Puede decirse que en aquel momento solemne quedó fijada nuestra constitución histórica.