Ramiro de Maeztu
“Los españoles hemos estado durante largo tiempo muy enfadados con nuestra madre España porque se negó a salvarse a sí misma. Hace dos siglos que le venimos reprochando su generosidad suicida. ¿Por qué en vez de dedicarse a salvar Europa de la Reforma y de los turcos no dejó que cada uno atendiera a su juego y se salvara como pudiera? ¿Por qué en vez de enviar a América lo mejor de su sangre no lo guardó en la península para hacer con su trabajo los canales con que regar las tierras nuestras? ¿Por qué no se acomodó con los judíos y los moriscos para aprovecharse de sus talentos industriales y comerciales? ¿Por qué no se enriqueció con la paz y el trabajo y un santo egoísmo nacional, en vez de arruinarse y desangrarse con guerras de religión y evangelizaciones de nuevos continentes? ¿Por qué fuimos Quijotes? ¿Por qué nos metimos a redentores? ¿No debimos consagrarnos exclusivamente a cultivar nuestro jardín (…)?”.
“Durante cerca de doscientos años hemos creído los españoles acerca de España lo que nos dijeron Montesquieu, Voltaire y los canallitas de la Enciclopedia. Si estábamos caídos, la culpa era nuestra. Habíamos perseguido lo imposible. Habíamos vuelto las espaldas a la Naturaleza, madre de toda sabiduría, de toda salud y de toda riqueza, para poner los ojos en los sueños histéricos de una Santa Teresa o de un Felipe II. Bien nos estaba lo que nos había ocurrido: la despoblación, el empobrecimiento, la derrota; después la befa y la irrisión de los demás pueblos: Francia, Inglaterra, Alemania, ¡hasta Italia!, que durante dos siglos nos han pintado en sus libros de historia como el paradigma de los países suicidas. El inri de dos siglos: Jesús Nazareno, Rey de los judíos”.
“Cuanto había sido nuestra obra positiva quedó olvidado. Que España o Hispania, por Vasco de Gama y por Colón, había descubierto las rutas marítimas de Oriente y Occidente y realizado con ello la unidad física del globo; que España, por Elcano, había circunnavegado el mundo; que España, por Laínez, había reafirmado en Trento, frente al predestinarismo protestante, la unidad moral del género y la posibilidad de que todos los hombres se salvaran; que España es la única nación colonizadora que, con sus leyes de Indias y el celo de sus reyes, virreyes, oidores y obispos, ha incorporado a la civilización occidental a cuantos pueblos ha dominado; esto no lo dicen los libros de historia de otros pueblos. Es la verdad, la verdad elemental y enorme: pero no lo dicen. ¿Cómo lo van a decir los extranjeros, si tampoco lo dicen los nuestros? No lo dijo el propio Menéndez Pelayo, restaurador de la dignidad española. Lo que vio Menéndez Pelayo, y no era poco, es que España había sido uno de los grandes pueblos de la cultura de Occidente, y trató de que sus compatriotas lo supieran. Que España había sido el Cristo de los pueblos, eso no llegó a verlo el genio montañés”.
“Espero que un día de estos llegarán a comprenderlo los poetas. Rubén (Darío) lo entrevió, creador más dionisiaco que apolíneo, y ésta es la razón de su grandeza. No llegó a verlo claro y por eso no lo pudo hacer ver a los demás. Un día comprendieron los discípulos del Nazareno que su Maestro no había querido salvarse a sí mismo, ni a su pueblo israelita, porque había tenido que hacer algo más importante, que era salvar a la humanidad de una vez para siempre. Así, los poetas de España verán algún día que su Patria no se quiso salvar a sí misma porque tenía que hacer algo que no podían o no querían hacer los demás pueblos: dar los primeros pasos para que la unidad del mundo fuera un hecho, bosquejar un imperio donde todas las razas humanas pudieran vivir en armonía, llevar a Cristo a los continentes que no le conocían, afirmar la igualdad potencial de todos los hombres en medio de sus diferencias y desigualdades, fundar un derecho sobre el postulado de aquella sociedad universal concebida por fray Francisco de Vitoria”.
“¿Una causa universal? El día en que descubran nuestros poetas que España es el ideal universal que el mundo necesita para salir de sus egoísmos de nación, de raza y de clase, habrán hallado el espíritu superior que han menester para ennoblecer su inspiración, porque habrán sonado las campanas de la Resurrección, no sólo para España sino para todos los hombres, cuyas guerras y crisis y calamidades, y amenazas de nuevas guerras y calamidades, no tienen en el fondo más origen que haber desconocido el valor universal y eterno que había en los principios jurídicos, humanos y religiosos de la España tradicional y eterna”.