¿Qué entendemos por ateísmo?

guerra camposTampoco es fácil responder satisfactoriamente a la pregunta previa y elemental: ¿qué entendemos por ateísmo? Las palabras citadas del Concilio señalan dos actitudes: desentenderse de Dios y negar a Dios. Pero ¿qué «Dios»? Porque, cuando los ateos se ocupan de la existencia o no existencia, de la presencia o de la ausencia de Dios en el mundo y en la vida del hombre, no se refieren a cualquier forma de «absoluto» o de substrato permanente, eso que de algún modo, aunque confuso, todos reconocen bajo la transitoriedad de las formas particulares del universo. (A no ser que alguien se atreva -y alguien se ha atrevido- a imaginar el nacimiento de esas formas sucesivas como un puro chisporroteo, un continuo brotar desde la pura nada.) La mayoría, cuando quieren pensar con coherencia racional, apelan a un trasfondo o manantial, a la «Naturaleza».

Esto, que apenas nadie negará, tiene muy poco interés. Lo que interesa es aquella Realidad en que se conjugan el Poder y los llamados Valores, a saber, lo que da sentido al mundo y sobre todo al hombre, a las aspiraciones de la libertad humana. Por eso, para no perdernos en consideraciones que podrían ser verdaderas, pero inútiles, debemos acotar el campo. Aquí entendemos por ateísmo una postura -bien sea de desentendimiento, bien de negación, que a estas dos se reducen todas según el resumen conciliar-en relación con una realidad que, siendo poder o siendo el sustrato de toda realidad a lo largo del tiempo y del espacio, de alguna manera es personal, aunque no definamos demasiado este concepto: de alguna manera se emparenta con nuestro modo peculiar de ser, con la inteligencia y con la voluntad, y por tanto de alguna manera es un polo de posibles relaciones, es decir, de la religión.

Cierto es -digámoslo entre paréntesis- que ha habido siempre formas de religiosidad panteísta: Los estoicos y otros pensadores «veneraban» de verdad, con una seria actitud de rendimiento y hasta de emoción, la racionalidad o la bondad del Todo, sin atribuirle carácter personal.

Pero también es cierto -y esto no 10 pueden evitar los hombres modernos-que cuando en ese Todo queremos situar nuestra persona, con sus aspiraciones, con su ansia de ser persona, de ser libre, de no ser un fragmento de una gran máquina universal automática, entonces sólo tiene sentido referirse a un Dios de índole personal. Quizá a veces la coloración panteísta impregnada de religiosidad que admiramos en ciertas personas o en ciertas plumas, si es realmente «religiosa», más que excluir al Dios personal, lo que intenta es subrayar la intimidad, la presencia universal o la inmanencia vital de Dios en todas las cosas.

El hecho es que gran parte de los planteamientos sobre el ateísmo o la religión derivan de ese gran drama o tensión angustiosa que desde hace siglos condiciona el pensamiento humano: el choque y la aparente inconciliabilidad entre el sistema de las leyes universales y necesarias -que constituyen la Ciencia o un cierto tipo de pensamiento filosófico, ontológico abstracto-y el campo de la libertad y de lo personal. (Evoquemos las angustias incesantes de un escritor tipo Unamuno y tantos como él). En realidad la perspectiva de la persona sólo se puede afirmar si las dos dimensiones -lo universal y necesario que vemos realizado en la Naturaleza, y lo libre, personal, subjetivo-se unifican en Algo, mejor dicho, en Alguien. Esta es la concepción del pensamiento católico acerca de Dios: a la vez el Ser Necesario y Libre; Él mismo es la necesidad y la libertad, la razón de ser de las leyes y la razón de ser de las actuaciones personales. El hombre mismo ve en sí realizada, aunque insatisfactoriamente, esa conjunción más o menos armónica de lo sometido a las leyes ciegas de la Naturaleza, por una parte, y de la aspiración hacia lo alto, hacia el señorío, hacia la independencia ante esas leyes: el espíritu, la libertad.

Esto explica que algunas reacciones -más bien dieciochescas y ya arcaicas-frente a la religiosidad, con propensión hacia apariencias de ateísmo, sólo puedan referirse a las formas de religiosidad «natural» o pagana; ya que estas incurrían en el fallo de disociar los dos atributos divinos de la Personalidad y la Trascendencia. Es sabido que los «dioses» de las viejas religiones eran más bien personas antropomórficas, es decir, limitadas y, aunque fuesen superiores al hombre, supeditadas a su vez a una ley O fatum o poder superior. De ahí que, cuando se desarrolla la «ciencia» (la ciencia de las leyes o las constantes, de los procesos necesarios, lógico-matemáticos) se desarrolla también, casi inevitablemente, una tendencia «despersonalizadora». Un mundo poblado de dioses, diosecillos, voluntades, intenciones, espíritus, etc., se despuebla, para sustituir todo eso por el automatismo de energías, de constantes universales y necesarias. Y quizá por ello se explica también que, fuera del ámbito de influencia de la Revelación judaica y cristiana, las filosofías u ontologías han propendido siempre a un cierto monismo: a una concepción de lo divino que oscurece su condición personal, su ser término de una posible relación consciente y esperanzada, de una auténtica religión.

En conclusión, hablamos del ateísmo en cuanto es desentendimiento o negación O duda, consistentes y enraizadas, respecto a un Dios de índole personal.

Ateísmo-Hoy
José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Fe Católica-Ediciones, Madrid, 1978