Una Epopeya misionera

Misioneros

Padre Juan Terradas Soler C. P. C. R

Misioneros en la Conquista de AméricaHasta aquí hemos oído vituperar -principalmente, aunque no con exclusividad- lo que podríamos llamar el elemento seglar de la empresa de Indias: reyes, conquistadores, legislación indiana, métodos de colonización, etc. ¿Se parará ahí -por respeto al altar- la soez diatriba? Pensarlo sería a tribuir a los enemigos del catolicismo una moderación de la cual interiormente se burlan. Sus dardos alcanzan también -y con todo descaro- al brazo eclesiástico de la colonización; el mismo cariz religioso de la epopeya, tan marcado, será echado por tierra de un atrevido plumazo.

Empecemos por los misioneros, “pacífico y heroico ejército -en bella comparación de Pío XII- que, en nombre de la Iglesia, mandaba a América la Madre España, para dar al Nuevo Mundo descubierto lo mejor y más divino que el viejo poseía: el mensaje de paz y de amor de Nuestro Señor Jesucristo”.

“Era un escarnio cruel y una horrible profanación que se confiase la enseñanza del Evangelio a misioneros que llevaban consigo el verdugo y el patíbulo, y que eran más ignorantes aún que los avariciosos especuladores cuyas pasiones inflamaban”.

(Rossi: ob. cit.) (104).

(104) ¡Qué rudo contraste! Mientras la impiedad habla de ignorancia en los misioneros de América, Radio Vaticana afirma: “España puso al servicio de la Iglesia lo más selecto de sus sacerdotes: franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas enviaron a América hombres de Jama europea” (emisión del 12-X-1948). Y nótese que en aquel siglo los sacerdotes españoles brillaban esplendorosamente en Roma, en Trento y en Salamanca.

“El siglo XVI fue la edad heroica de las misiones… Dejemos a un lado a los misioneros que, en seguimiento de Cortés y Pizarro, llevaron la desolación y la matanza a las Américas: cómplices, si no instigadores, de aquellos feroces bandidos que serán siempre oprobio de la humanidad. Saludemos, por el contrario, a los Javier, Ricci, Álvarez, etc., que entraron pacíficamente en China y en el Japón, llenos de desinteresado ardor”.

(Henvé Blondel: Revue lnternationale de Sociologie, 1903) (105).

(105) Está visto que no hay composición posible entre la luz y las tinieblas. Acabamos de oír a las tinieblas. Oigamos a la luz: “Aquel 25 de julio de 1524, cuando vuestro país (Guatemala) entraba en los tiempos nuevos… solamente gracias a la labor pacífica y apostólica de los misioneros de Jesucristo y de su iglesia ¡una nación fundada por un puñado de frailes inermes!” (Pío XII, 22-IV-1951). Y Guatemala no es más que un ejemplo…

Nótese además lo tendencioso de la admiración de Blondel por los apóstoles del Extremo Oriente. ¿No habían quizá salido de las mismas Ordene, religiosas, y aun a veces de los mismos conventos, los misioneros de América y los misioneros de las costas del Pacífico? Sí; pero mientras estos último, habían laborado solos en la “hipótesis misionera”, los primeros realizaron su obra al amparo de los poderes públicos en plena “tesis misionera”; y este estado de tesis no está de acuerdo con la mentalidad de muchos… a pesar de que produjera una América cristiana, mientras que los valientes avanzados de la Iglesia en Asia no conseguían sino frutos escasos y lentos, siempre regados con abundancia de sangre de mártires.

“La avaricia servía de cebo al mayor número de los viajeros… Para muchos la avaricia iba acompañada de un deseo violento de dominio: en las Indias hay pueblos que convertir, y la Iglesia encontró en los viajes un medio de extender su influencia: por eso, siguiendo al aventurero, se deslizó el misionero, que iba a “cristianizar” los pueblos nuevos. Con frecuencia el apóstol y el tunante se unieron en la misma persona, y el resultado de esta alianza fue la colonización”.

(Clemencia Jacquinet: ob. cit.)

“Contribuyó también poderosamente a impedir el progreso y desarrollo de las colonias y de su población, el número extraordinario de eclesiásticos, seculares y regulares, que vinieron apresuradamente de España, con el pretexto de emprender la instrucción y conversión de los americanos; pero en realidad para librarse de la autoridad y rigidez a que se habían sometido en su Patria (106), entregándose, como se entregaron, salvo honrosas excepciones, a la corrupción más desenfrenada o a la más sórdida avaricia”.

(Historia de América del Sur, por un americano, impresa en Barcelona a principios de siglo.)

(106) Queda sobre este punto abundante documentación que prueba exactamente lo contrario: a Indias no podían ir más que religiosos de conventos reformados. Los monarcas españoles obtuvieron Bulas pontificias en este sentido para evitar que frailes menos edificantes dificultaran la conversión de los infieles; y tan laudables deseos pasaron a la legislación indiana en tajantes ordenaciones.

“Los hechos probaron que las misiones (con fenomenales excepciones) nada le hicieron ganar a la civilización, pues sólo sirvieron para dar opulencia a los jesuitas, opulencia funesta para la sociedad, y para mantener a los indígenas reducidos a la vida civil en la más triste abyección. Las misiones hicieron degenerar a las razas indígenas dondequiera… De todos los pueblos de Hispano-Colombia, el más hondamente atrasado -a pesar de sus excelentes elementos de prosperidad- es el Paraguay, que fue patrimonio de los jesuitas…”

“Mientras que los jesuitas y algunas otras corporaciones menos ricas ostentaban con sus misiones un espíritu evangélico de que en general carecían, tratando a los indígenas con egoísmo y mero espíritu de especulación, en las ciudades se propagaban y multiplicaban los conventos en una proporción calamitosa… De este modo, la sociedad tomó en todas partes una fisonomía monacal, que debía resistir a muchos embates… La propiedad raíz quedó en posesión de manos muertas allí donde más se necesitaban su movilidad y desarrollo, y el Gobierno español, al multiplicar los conventos como instrumentos de dominación, olvidó que por el mismo hecho preparaba muy graves dificultades para un porvenir no muy lejano.”

(J. M. Samper: ob. cit.)