D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
Podemos esperar de Santiago, sobre todo, que nos ayude a purificar y enderezar la fe, como principio y fundamento de toda nuestra vida; a situarnos con exactitud ante el reino de Dios, proclamado por Cristo y su Iglesia.
El reino de Dios es un descubrimiento del amor; es adoración; es perdón de los pecados, docilidad filial, fraternidad en casa del Padre, visión completa de la realidad según los planes de Dios, esperanza de una vida plena. El anuncio de este reino suscita la expectación de muchos. Pero, a veces, nos empeñamos en suplantarlo por un reino a la medida de nuestras pretensiones inmediatas, subordinado al logro egoísta de la independencia y del bienestar. Así, los discípulos de Jesús soñaban con la restauración política del reino de Israel, que estaba entonces bajo la dominación de los romanos. Santiago y Juan solicitaban para sí los primeros puestos. Jesús encauza su ambición hacia lo esencial: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber mi cáliz? «, es decir, ¿podéis asociaros incondicionalmente a la suerte, al destino, que me reserva el Padre? La suerte de la cruz. Y la respuesta es decidida: «Podemos» (3). Santiago será el primero de los apóstoles en dar su sangre por el Señor.
Cuando el Resucitado va a despedirse de los apóstoles, «les habla del reino de Dios… Ellos le preguntaban: ¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel? «La respuesta de Jesús es tajante: «No os toca a vosotros eso… (Con el poder del Espíritu) seréis mis testigos hasta el extremo de la tierra» (4).
El Señor no juzgaba la legitimidad de las aspiraciones políticas de Israel; no las condenaba; pero las desliga de la misión directa confiada a los apóstoles. El reino es Él, cualesquiera que sean las circunstancias exteriores. El Evangelio es fecundo por sí mismo. Transfigura, como un fermento activo, la vida en la tierra; pero no está limitado por la eficacia de nuestros programas, ni su esperanza se nutre de los éxitos temporales. La fe es confiada («Pedid y recibiréis»); pero, al mismo tiempo, es incondicional («Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero hágase tu voluntad y no la mía») (5).
NOTAS:
(3) Mt. 20, 21-22.
(4) Act. 1, 1-9.
(5) Mt: 26, 39.