Una Epopeya misionera

Padre Juan Terradas Soler C. P. C. R

 V

CATOLICISMO E HISPANIDAD (2)

Id a España, americanos, y veréis cómo nuestro catolicismo sí ha padecido mucho de la riada que ha pretendido barrerlo, pero ha ahondado sus raíces; veréis una reacción que se ha impuesto a nuestros adversarios; veréis que las fuerzas católicas organizan su acción en forma que podrá ser avasalladora; veréis surgir, por doquier, la escuela cristiana frente a la laica, así hecha y declarada a contrapelo por el Estado ; veréis el fenómeno que denunciaba Unamuno en metáfora pintoresca, cuando decía de los ateos españoles que, quién más y quién menos, llevan sobre su pecho un crucifijo; veréis el hecho real, ocurrido en mi diócesis de Toledo, de veinticuatro socialistas que mueren al estrellarse en un barranco el autocar en que regresaban de un mitin ácrata, y sobre el rudo pecho se les encuentra a todos el escapulario de la Virgen o la imagen de Cristo; y veréis más: veréis cómo los hombres de nuestra revolución mueren también cómo españoles: abrazados con el Crucifijo, es decir, con el fundador del Catolicismo que combatieron.

Esto es el Catolicismo, hoy; y este es el Catolicismo de España. El Catolicismo es, en el hecho dogmático, el sostén del mundo, porque no hay más fundamento que el que está puesto, que es Jesucristo; en el hecho histórico, y por lo que a la hispanidad toca, el pensamiento católico es la savia de España. Por él rechazamos el arrianismo, antítesis del pensamiento redentor que informa la Historia universal, y absorbimos sus restos, catolizándolos en los Concilios de Toledo, haciendo posible la unidad nacional. Por él vencimos a la hidra del mahometismo, en tierra y mar, y salvamos al Catolicismo de Europa. El pensamiento católico es el que pulsa la lira de nuestros vates inmortales, el que profundiza en los misterios de la teología y el que arranca de la cantera de la revelación las verdades que serán como el armazón de nuestras instituciones de carácter social y político. Nuestra Historia no se concibe sin el Catolicismo: porque hombres y gestas, arte y letras, hasta el perfil de nuestra tierra, mil veces quebrado por la Santa Cruz, que da sombra a toda España, todo está como sumergido en el pensamiento radiante de Jesucristo, luz del mundo, que, lo decimos con orgullo, porque es patrimonio de raza y de historia, ha brillado sobre España con matices y fulgores que no ha visto nación alguna de la Tierra.

Y con todo este bagaje espiritual, cuando, jadeante todavía España por el cansancio secular de las luchas con la morisma, pudimos rehacer la Patria rota en la tranquilidad apacible que da el triunfo, abordamos en las costas de esta América, no para uncir el Nuevo Mundo al carro de nuestros triunfos, que esto lo hubiese hecho un pueblo calculador y egoísta, sino para darle nuestra fe y hacerle vivir al unísono de nuestro sobrenaturalismo cristiano. Así quedamos definitivamente unidos, España y América, en lo más sustancial de la vida, que es la religión.

Y esta es, americanos y españoles, la ruta que la Providencia nos señala en la Historia: la unión espiritual en la religión del Crucificado. Un poeta americano nos describe el momento en que los indígenas de América se postraban por vez primera “ante el Dios silencioso que tiene los brazos abiertos”: es el primer beso de estos pueblos aborígenes a Cristo Redentor: beso rudo que da el indígena “a la sombra de un añoso fresno”, “al Dios misterioso y extraño que visita la selva”, hablando con el poeta. Hoy, lo habéis visto en el estupor de vuestras almas, es el mismo Dios de los brazos abiertos, vivo en la Hostia, que en esta urbe inmensa, en medio de esplendores no igualados, ha recibido, no el beso rudo, sino el tributo de alma y vida de tino de los pueblos más gloriosos de la Tierra. Es que este Dios, que acá trajera España, ha obrado el milagro de esta gloriosa transformación del Nuevo Mundo.