D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973

P.: Supuesta la libertad contra la coacción de los demás, pero al mismo tiempo la obligación en conciencia ante Dios, ¿admite o puede admitir la Iglesia que cualquier confesión es buena?

R.: Aquí conviene precisar con mucho cuidado. Cualquier confesión religiosa es buena en la medida que constituye el cauce de la búsqueda noble y sincera del hombre respecto a Dios: respecto a lo que da sentido final y contenido último a la misma vida humana. El Concilio, y la Iglesia desde siempre, han reconocido que las personas que sin culpa buscan a Dios o se ponen en comunicación vital con Él en cualquiera de las confesiones religiosas obran bien, obran mejor que si no lo hiciesen; pero también tienen que reconocer el Concilio y la Iglesia que esas confesiones religiosas humanas son muy imperfectas. Diría yo que son la búsqueda, el tanteo del hombre en la sombra. No hay ninguna confesión religiosa humana que pueda exigir para sí misma un título de superioridad o preferencia.

Lo que sí hay -y ésta es la mente de la Iglesia- es una revelación histórica del mismo Dios. Frente a la llamada de los hombres, a su tanteo en la sombra y en la noche, hay una iluminación o revelación, que es como la respuesta de Dios. Entonces, sin demérito para ninguna religión, respetando su nobleza y sus valores positivos, sin destruirlos, todas ellas quedan asumidas, transfiguradas, perfeccionadas por la respuesta de Dios. Una vez que se conoce esta respuesta de Dios, todo hombre está obligado en conciencia a aceptarla y a ordenar su propia vida según la misma. Por eso la Iglesia sabe y recuerda continuamente que, junto a la proclamación de la libertad interior, debe darse el esfuerzo misionero, la proposición constante (humilde al mismo tiempo) de lo que no es mérito propio de la Iglesia, sino donde Dios, que se ofrece a todos y para todos sirve.