David, rey de Judá, manda que le lleven a Betsabé, mujer de Urías, uno de sus más intrépidos soldados, y peca con ella, mientras Joab, su generalísimo, combate con los filisteos.
Betsabé concibió. Entonces David, a su primer crimen, añade otro cuyo relato bíblico llena de indignación. Para David se presenta el porvenir amenazador. ¿Cómo ocultar su adulterio a los ojos de Urías?… David lo manda llamar. La orden real le llega en el frente de batalla. David finge tener mucha confianza en su bravo soldado. Le pide noticias de Joab y de todo el ejército y le concede un permiso de varios días. Pero Urías, comparando su suerte con la de Joab, con la de todos sus oficiales y soldados que dormían en el duro suelo, rehúsa, con grandeza de alma, ir a dormir a su casa. David permanece indiferente ante tanta nobleza, y se empeña en su primera resolución: ocultar su pecado a los ojos de Urías cueste lo que cueste. Betsabé es su cómplice. Se cree obligado a sustraerla a la lapidación, pena legal, y salvar al mismo tiempo su honor de rey. Es necesario, pues, que Urías se crea padre del niño que va a nacer o que desaparezca. Es entonces cuando David, después de varias tentativas para comprometer a Urías en el futuro nacimiento del fruto de sus relaciones criminales, envía a Joab la orden siguiente: «¡Pon a Urías en el lugar más peligroso del combate y haz de modo que sucumba!».
Y así lo hizo. El doble crimen de David se ha consumado… ¡Tan verdad es que el primer pecado atrae fatalmente el segundo, si uno no se toma el trabajo de levantarse en seguida!
¿Se puede uno imaginar semejante conducta por parte de un príncipe tan instruido y enriquecido de mil modos con las luces y favores de Jehová?
¡Ah! ¿Se habrá colmado ya la medida y el brazo de la justicia divina se levantará, sin duda, para castigar al culpable?
¡Todavía no! Pues ahora es cuando va a entrar en acción la infinita misericordia de Dios.
El Señor, en efecto, envía el profeta Natán al rey prevaricador, para reprocharle severamente su conducta y participarle que pronto va a seguirse el primer castigo.
David, iluminado de lo alto, sobre la enormidad de sus faltas, sintió en seguida un dolor profundo de ellas. Postrado en la soledad de su palacio, traducía su dolor en desgarradores acentos, que no tuvieron par sino en la mordedura penetrante de sus remordimientos: «Señor, Dios mío, exclamó, tened piedad de mí, según la grandeza de vuestra misericordia».
Todos saben la continuación de este canto que las almas arrepentidas no cesarán jamás de repetir; todos saben la penitencia que hizo David y sus sollozos durante sus noches de insomnio.
A pesar de tantas lágrimas, la sentencia divina se ejecutó. David fue severamente castigado y el castigo se extendió y se prolongó hasta el fin de su vida, como lo atestiguan la mayor parte de los salmos.
No obstante, satisfecho el Señor del arrepentimiento de David, le concedió su misericordia, y ¡hasta le restableció en sus prerrogativas como Profeta del Mesías!
¡Oh Señor, Dios nuestro!, ¿quién podrá jamás medir tu misericordia?