
Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I. Meridiano Católico Nº 185, junio de 1994
Hay panoramas que se llevan en el alma. Por ello la mirada se introdujo en la contemplación de lo que nos lleva en derechura al Creador. Paisajes amados trascendidos en la soledad íntima de la presencia inexplicable y del recuerdo. Rutas repetidas compostelanas, presentes siempre en el espíritu; pasos intemporales por la tierra de Jesús, compañía de nuestro pensamiento y nuestra sangre. Estampas que marcan etapas fronteras en la vida que se descifra en ellas con la presencia de lo que fue y de lo que es.
Atesoro entre todas ellas, por encima de las demás -Guadalupe de Fuenterrabía, Comillas, Garabandal, Veruela, Moncayo, noches de Tibidabo sobre la urbe amada, Pollensa desde la Victoria, Fontilles con nieve hasta Denia, Fátima húmeda en horas de soledad y tantas otras y más guardadas en el corazón, la imagen de la ciudad que es la imagen de nuestra alma, contemplada en éxtasis de luz. Es la ciudad de Jerusalén contemplada desde el mismo lugar que la contempló el Señor tras las lágrimas de sus ojos.
Aquí lloró el Señor al fijar su mirada en la ciudad. Es a la bajada de Betfagé. Huertos amenos de olivos y flores. De Pronto, la vista de la ciudad. Lloró el Señor abundantemente. Lloro sin sollozar. Lloró el Señor sin esfuerzo de pena visible. En medio de la alegría y el bullicio de las ilusiones humanas de la multitud. Lloró pausadamente, como brotan las lágrimas en la paz de los dones místicos. El alma tres veces santa del Señor, fluía en lágrimas por sus ojos ante la vista de la ciudad insensata y querida, infiel y sagrada, terrena y celeste. En la soledad de los hombres que aclaman, las lágrimas incomprendidas del Señor.
Hoy en aquel lugar posee una capilla que amarga entre cipreses y pinos familiares. Tiene un nombre estremecedor: “Dominus flevit”. El Señor lloró. Sobre el altar hay un enrejado con los símbolos de la Sagrada Eucaristía. Frente al altar no hay retablo, ni imágenes. Una cruz de hierro, un enorme ventanal y el espléndido panorama de toda la ciudad de Jerusalén: Al alzar en la consagración el sacratísimo Cuerpo y Sangre del Señor, se contempla, a través del misterio eucarístico, la luz de la ciudad. Se contempla la ciudad más allá de Cristo, el Señor. El mismo Señor Jesucristo, desde las manos del sacerdote vuelve a ver toda la ciudad santa. Una avenida de lágrimas puja anegar nuestros ojos.
Lloraron Esati y Jacob al encontrarse muerto ya su padre. Lloró Jacob alcuello de José y lloró José abrazado al pequeño Benjamín. Lloró Ezequías. Lloró la madre de Tobías. Lloró Ana, la madre de Samuel. Lloró Estar… Lloró Jesús ante el sepulcro de Lázaro. Pero ahora llora Jesús ante la ciudad. La ciudad de Jerusalén. También la ciudad en la que habito, me muevo, soy conocido, consumo mis días. La ciudad que es además ni alma, que es la ciudad de las almas. Por eso son otras las lágrimas del Señor. Son las lágrimas del Redentor que habla con Dios Padre: “Da mihi animas calera tolle”. Sí, son las viejas palabras del Génesis: “Dame las almas y quítame todo lo demás”, también la vida y la honra. En aquel altar, a través de las lágrimas del Señor, se descubre uno de los caminos para entrar en la vida íntima del Sagrado Corazón y en sus misterios de misericordia.
La vista de la ciudad nos cautiva. El Señor se hace presente junto al altar. La piedra y las murallas de Jerusalén son luz de oro, y anuncian la luz de la nueva Jerusalén que tiene luz sin luz. Al volver la mirada hacia dentro en busca de lo interior, tropieza la vista con el bellísimo mosaico del frontis del altar. Es la gallina que recoge a sus polluelos bajo sus alas. La oración me llevó a los santos de la Unión Seglar.