Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 201, diciembre de 1995
“Dichosos los que mueren en el Señor.” Ese canto esperanzado de la liturgia de los fieles difuntos, tiene una espléndida aplicación en la muerte de nuestro hermano Alberto Rodríguez de Mier.
Desde su adolescencia y juventud vivió su alma inmersa en los grandes ideales que ennoblecen la vida: lealtad, ilusión apostólica, amor a la Patria, amor a Dios.
No quería conformarse con las mediocridades, sino con la vibración del más y más, en todos los órdenes. Ése era el substrato en su espíritu. Por esa razón, desde su encuentro con Cristo en la llamada exigente del Cursillo de Cristiandad que le orientó definitivamente por el camino de la entrega a Dios y al prójimo, su vida fue una búsqueda espontánea, sincera, de la voluntad de Dios. Búsqueda llena de viril honradez cristiana, que tal vez a algunas personas podría incluso parecer excesiva, pero que responde a una íntima decisión de no negar nunca a Dios nada y dirigirse a Él, sin los rodeos de los humanismos de vida o del egoísmo.
Su atmósfera era la generosidad que anidaba en su alma en la sencillez de la infancia espiritual que le hacía encontrar la mano providente de Dios en todas las cosas.
Amó los Cursillos de Cristiandad, pues bien había experimentado el enorme fruto espiritual que recibe en ellos la juventud. Fue uno de sus grandes amores.
Amó con sentido de plenitud cristiana a su familia. Ése fue el ideal de su matrimonio. Ése fue el ideal en la educación de sus hijos. Ese afán de buscar por encima de todo el bien de sus almas, motivó el que se trasladara con toda la familia a vivir a Sentmenat, sin retraerse ante las enormes dificultades que esto le suponía, para estar al lado del colegio que consideró el mejor para la educación cristiana de todos ellos.
Amó la Unión Seglar a la que entregó lo mejor de su ser en los últimos años de su vida, a la que dio el admirable ejemplo de una vida que sabía marcada a corto plazo por la enfermedad, que él abrazaba con la más estupenda naturalidad. Habló a los hermanos en charlas inolvidables en los días de retiro. Jamás faltó a las reuniones. Siempre su espíritu alegre y comunicativo y su enorme sentido común.
Amó los tiempos difíciles que nos toca vivir, porque el Señor en ellos probaba la fidelidad de los suyos y se aprecian mil ocasiones de sufrir por Él. Fue un hombre de mucho prestigio profesional en el trabajo, valiente en todo momento en la confesión de la fe de Cristo, pisoteó cuando convenía el falso respeto humano y mantuvo hasta el fin en alto la ilusión apostólica.
Pero yo quisiera llevaros un poco más adentro en el alma de Alberto. Su desprendimiento de todo, hasta de poder entregarse al apostolado, y de todo lo que más amaba, era consecuencia vital de su alma enamorada de Dios que vivía íntimamente unida a Él. La misericordia, la larga acción de gracias, cuando ya le enfermedad había minado su salud y su prócer figura, la meditación y el rosario a María.
¿Quién no recuerda sus Ejercicios Espirituales vividos desde dentro, a solas con su Creador y Señor? Los días, las semanas vividas en retiro monástico en Santa María de Huerta, en la Oliva en Navarra, hicieron de Alberto un hombre interior, un hombre de lo “único necesario”. Ésa fue la explicación de su paciencia en la enfermedad y de su madurez para la gloria. En pocos años, los más postreros, adelantó, corrió a grandes jornadas. El corazón de Jesús, lo quiso ya para Él y para siempre.
Por eso cuando estaba yo aun empeñado en alcanzar del Señor su curación, y el primer viernes de octubre al pedir por su salud a las tres de la tarde, en la hora de la misericordia, recibí como respuesta el regalo del cuadro de la misericordia, creí que el Seños aceptaba mi súplica. Su imagen le visitó en la clínica. Pero era para asegurarle que dieciocho días después, estaría con Él en el paraíso.
Ahora sí que estoy seguro de que Alberto desde el cielo hará que ríos de misericordia del Sagrado Corazón llueva sobre la juventud tan necesitada de apóstoles. Y para cuantos le conocíamos y amamos, el entrañable recuerdo de una vida para Dios y un ejemplo que imitar.