El hombre en la opulencia no comprende, a las bestias mudas se asemeja. (Salmos 49, 21)
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Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días – oráculo de Yahveh Dios -: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. (Jeremías 31, 33)
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Les pactaré alianza eterna – que no revocaré después de ellos – de hacerles bien, y pondré mi temor en sus corazones, de modo que no se aparten de junto a mí. (Jeremías 32, 40)
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Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño humano que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios, oráculo del Señor Yahveh Dios. (Ezequiel 34, 31)
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De ahí que también por nuestra parte no cesemos de dar gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes. (1 Tesalonicenses 2, 13)
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Pero vosotros, hermanos, no vivís en la oscuridad, para que ese Día os sorprenda como ladrón. (1 Tesalonicenses 5, 4)
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Os digo esto para que nadie os seduzca con discursos capciosos. (Colosenses 2, 4)
Amar al hermano
Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: “Yo le conozco” y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él.
Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la Palabra que habéis escuchado. Y sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo – lo cual es verdadero en él y en vosotros – pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. (1 San Juan 2, 2-10)