franco1Franco y la Iglesia Católica
José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Separata de la obra “El legado de Franco”

Regulación jurídica concordada

El primer Convenio entre la Santa Sede y el Gobierno Español es el Acuerdo de 7 junio 1941, que destaca en su título «el modo de ejercicio del privilegio de presentación» para el nombramiento de Obispos. Por cierto que, sobre esto, Franco había mostrado al principio su aversión: «no quiero ser como los políticos del antiguo régimen que hacían obispos«. Después el Gobierno y los juristas de la España Nacional pensaron que debía mantenerse el derecho de presentación vigente en el Concordato de 1851. Ya hemos indicado que la negociación, que se prolongó hasta 1941, era difícil. Se centraba formalmente en la vigencia o no de dicho Concordato. En España el ambiente de Cruzada impulsaba a reafirmar su vigencia. La Santa Sede prefería darlo por muerto; y aunque su posición era débil, pues constaba que había sido violado por la República, mas no que hubiera sido denunciado, lo que movía a la Santa Sede era el deseo muy explicable de extender a España las nuevas modalidades de los Concordatos del siglo XX. La dificultad se complicó además con los recelos que suscitaban la guerra mundial en curso y las incógnitas de un posible orden europeo guiado por la ideología imperante en Alemania. La discusión puede seguirse en los copiosos documentos publicados por A. Marquina; bueno será sustituir sus comentarios por la panorámica más objetiva que ofrece en el prólogo el Profesor Jiménez y Martínez de Carvajal.

El resultado fue que Franco prefirió acceder al «modus vivendi» del acuerdo de 1941, que con satisfacción de la Santa Sede marcará el rumbo ulterior de las relaciones Iglesia-Estado en España. Este Convenio, además de regular la intervención del Estado en el nombramiento de los Obispos diocesanos, mantenía los cuatro primeros artículos del Concordato de 1851 que interesaban a la Santa Sede (confesionalidad, tutela y enseñanza de la Religión, libertad en el ejercicio de las funciones pastorales); incluía el compromiso de concluir un nuevo Concordato «inspirado en el deseo de restaurar el sentido católico de la gloriosa tradición nacional»; y el Estado se comprometía a no legislar sobre materias mixtas u otras que pudieran interesar a la Iglesia, «sin previo acuerdo con la Santa Sede».

En cuanto al nombramiento de Obispos, se implantó el sistema sugerido por la Santa Sede. No era un derecho de presentación directa, como el que había tenido antes España, y tiene aún ahora Francia en algunas Diócesis por virtud del Concordato napoleónico, sino un simple procedimiento de selección de candidatos, que hacía el Nuncio, el cual componía listas de seis previa consulta al Gobierno. El Papa, que podía siempre poner otros, seleccionaba una terna, de la cual el Jefe del Estado presentaba uno. La iniciativa, el juicio de aptitud y la decisión estaban en manos de la Santa Sede. De hecho, Franco, según su testimonio, nunca tomó personalmente la iniciativa de recomendar a personas determinadas; sólo en un caso de traslado dio un consejo, no atendido. Si en algún político hubiera habido veleidades regalistas, en Franco, no.

Entre 1941 y 1950 se firmaron Acuerdos sobre Nombramiento de otros cargos eclesiásticos (1946), Seminarios y Universidades de estudios eclesiásticos (1946), Tribunal de la Rota en Madrid (1947), Jurisdicción Castrense y asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas (1950).

El Concordato de 1953 recoge y solemniza en un acuerdo general las relaciones ya existentes. Garantiza toda la independencia y las inmunidades deseadas por la Iglesia y previstas en el Derecho Canónico. Hombres como Ruiz Giménez lo gestaron y lo alabaron. La opinión católica lo calificó entonces de «Concordato modelo entre la Santa Sede y un Estado Católico en el siglo XX». Se ha comentado que casi todo eran concesiones o reconocimientos en favor de la Iglesia y que el Estado recibía solamente un poco, y se ha intentado explicar esa desproporción diciendo que el Concordato significaba mucho políticamente para el Régimen, que estaba dispuesto a pagarlo caro. Sin desconocer las ocasionales ventajas políticas y diplomáticas, recuérdese este hecho: en 1941 el sistema de fuerzas dominante en Europa y el prestigio de Franco en el interior hubieran permitido al Jefe del Estado español presionar en posición de exigencia, con respaldo de opinión, como informaba secretamente el Cardenal Gomá seis meses antes a la Santa Sede; y Franco eligió acceder a los deseos de la Santa Sede. Se impone, pues, una evidencia histórica: para el Régimen de Franco no se trataba de una simple relación contractual, de do ut des; las concesiones expresaban la confesionalidad interna de un Estado que estimaba como deber propio el facilitar la vida y la formación religiosa de los ciudadanos. Lo que daba a la Iglesia no lo daba a «otro», lo daba a su pueblo.

Observa bien Carvajal: el que el Concordato de 1953, como antes el Convenio de 1941, fuese de «tesis católica» (y no «moderno» en el sentido de secularización y tecnificación de un Estado que se abstiene de confesionalidad doctrinal en lo religioso y se desentiende de la vida interna de la Iglesia) no se debió sólo a la natural actitud tradicional de la Cruzada, sino sobre todo a la misma Iglesia, que quería «independencia», pero no la aplicación que ahora se da al principio de «libertad religiosa», ni la renuncia a sus «privilegios» canónicos.