Insistiendo en ello (pues creo que es conveniente retornar al mismo núcleo), esta facticidad, esta prioridad del hecho sobre la idea, sobre el proceso de meditaciones que luego vienen, se hace más clara si comprobamos que adonde llega precisamente el testimonio no es a la prioridad de la resurrección corpórea de las apariciones de Jesús de cualquier modo, sino a un tipo de hecho relacionado con la observación de un sepulcro, algo tan concreto.
Es importante repetir esto, ya que existe una exégesis reciente (que se ha infiltrado también entre algunos autores católicos), que tiende arbitrariamente a invertir el orden de los testimonios primitivos. El orden de los hechos es el siguiente: Jesús muere, es sepultado, y después, se comprueba que no está allí: «No está aquí» , oyen decir las mujeres. Más tarde se aparece y, por tanto, los Discípulos comprueban: »Luego ha resucitado». Pero esta exégesis reciente sustituye el orden original por éste otro: primero, una convicción de que, a pesar de la muerte, Jesús no puede morir del todo. Y, acaso, unas como visiones subjetivas, unas sensaciones vividas fortísimas, como de una presencia misteriosa de alguien que no pudo ser vencido por la muerte en el orden de la convicción. Segundo, se partiría de una deducción interpretativa, no de un hecho comprobado: luego resucitó. Tercero, ulteriormente, decenios más tarde, quizá en los años 60-70, aparece otra deducción: si resucitó tuvo que salir del sepulcro. Es decir, que el hecho del sepulcro vacío sería en el orden de las cosas comprobadas por los primeros cristianos lo último y, además, no sería una cosa comprobada, sino una deducción.
Este tipo de autores cuyos escritos circulan, influyen y hacen que a veces pueda uno oír y leer cosas raras (acerca de las cuales conviene estar advertido), muestra una tendencia vehemente a exaltar la Resurrección de Jesús, pero en cuanto equivale a afirmar que la Persona de Jesús vive, que la muerte no es el final ni la derrota y, si se quiere incluso, afirmar que vive con una cierta corporeidad, en cuanto que supone que nadie se puede comunicar sin una misteriosa y sutil corporeidad, a la manera de los relatos del Doctor Moody, recientísimos, a los que antes me refería, en que los muertos -los supuestamente muertos- dicen que tienen algo así como un cuerpo nube, un cuerpo capaz de traspasar las paredes de los hospitales o los techos, y observar su propio cuerpo inerte y lo que hacen afanosos los médicos y las enfermeras mientras tratan de reanimarlos.
Bien, hasta ahí sí, pero a toda costa tratan de desembarazarse de cualquier referencia al cuerpo que está en el sepulcro. Por eso, no es infrecuente oír o leer por ahí (a veces en labios y plumas de católicos), palabras despreciativas para la salida del cuerpo de Jesús del sepulcro. No les interesa. Al contrario: manifiestan como una cierta morbosa confianza en que algún día los judíos, puestos a hacer excavaciones arqueológicas en los alrededores de Jerusalén, darán con el esqueleto de Jesús, y a todos Vds. les suena, en los últimos años, alguna de esas noticias fantasmagóricas acerca de esos bulos impresionantes de los que ignoran, dando ya por hecho que había aparecido el esqueleto de Jesús en los alrededores de Jerusalén.
Ante estos argumentos, basta leer por ejemplo el libro del catedrático de la Universidad de Madrid (y especialista en estas materias), D. Alejandro Diez Macho, La Resurrección de Cristo y la del hombre en la Biblia. Este autor señala lo que es evidente para nosotros: que desligar la idea de resurrección del cuerpo del sepulcro va contra todo el pensamiento de los autores del Nuevo Testamento, ya que Cristo, al identificarse como el de antes, lo hace por referencia a su propio cuerpo, mostrando las llagas de sus manos, de su costado, de sus pies, comiendo, etc.
Precisamente, el dato del sepulcro vacío, tan despreciado en escritores recientes, se impone como uno de los más esenciales para entender este testimonio inicial. Esto lo demuestra muy bien este autor cuando hace referencia a los judíos del tiempo de los Apóstoles en Jerusalén, que no eran capaces de pensar en la resurrección a no ser como el hecho de que Dios no permita la corrupción del cuerpo enterrado. De este modo se pueden leer tantos textos recogidos en los mismos Hechos de los Apóstoles, hasta el punto de que, según afirmación citada por Díez Macho, citando a un escritor alemán, Profesor P. Althaus: «Si el cuerpo de Cristo -señala- hubiera quedado en el sepulcro, no hubiera podido predicarse en Jerusalén un solo día, ni una sola hora, el anuncio de la Resurrección». Si el sepulcro no estuviera vacío, las autoridades, que consta que se opusieron a la proclamación de la Resurrección, hubieran señalado inmediatamente la presencia del cuerpo. A ciertos escritores y exegetas recientes esto les parece secundario, pero para los Apóstoles y para sus contemporáneos, esto era decisivo y eso es lo que importa, ya que son ellos los que han tenido la experiencia y nos han transmitido el testimonio.
En esta misma línea se ha hecho notar -con toda razón- algo muy impresionante, como se citó antes: que el relato de los cuatro Evangelios sobre el descubrimiento del sepulcro vacío y las primeras apariciones, con ser bastante rico en hechos y pormenores, es muy incompleto, es muy insatisfactorio como relato. Resulta muy impreciso. Pues bien, pensemos: si el relato del sepulcro vacío no correspondiese a una comprobación empírica, sino al fruto de unas meditaciones, si fuese una deducción («el sepulcro debió de quedar vacío», más que «el sepulcro está vacío»), si hubiera sido esta una deducción tardía (partiendo de una idea) o una formulación simbólica de la creencia en que Jesús sigue vivo y la muerte no ha podido con Él, entonces se hubiera redactado un relato convincente, pues las ideas son redondas y el relato hubiera resultado evidente. Sin embargo, ¿por qué había de salir impreciso y lleno de huecos? Solo salen imprecisos los relatos que se refieren a hechos, porque los testigos no conocen todo, o no lo recuerdan íntegramente, o bien no les interesa insistir en la totalidad, o por otras muchas razones que conocemos. Las ideas, sobre todo las obsesivas que absorben el ánimo (como era ésta) son ideas completas y perfectas, y -añadiendo otro dato que ha sido subrayado y que es impresionante-, si el relato del sepulcro vacío fuera el fruto de una meditación tardía y no un hecho comprobado en el comienzo, jamás hubiera sido ligado con el testimonio de las mujeres, ya que no eran consideradas testigos válidos en aquel tiempo. Era un testimonio inválido.
Este mismo realismo y esta facticidad esencial con que los Apóstoles y los primeros cristianos entendieron la Resurrección, destaca más todavía ante nuestros ojos si advertimos que el conocido capítulo 15 de la carta a los Corintios de los años 50 -con aquel repertorio de testigos, «muchos de los cuales viven», con los cuales trataba Pablo y que eran además comunes a todas las comunidades-, no trata de la Resurrección de Jesús, pues la supone como indiscutida y no trata de convencer a los lectores. Más bien apela a una convicción que ya tienen. Porque de lo que trata esta carta, como se sabe, no es de la Resurrección de Jesucristo, sino de la esperanza en la resurrección corporal de los demás muertos, ya que los de Corinto (por su mentalidad griega, platonizante, con su antropología espiritual), rechazaban por instinto la idea de que los muertos habían de recobrar sus cuerpos, y tendían a interpretar la salvación que los cristianos esperan de Cristo como una resurrección puramente espiritual, no como la espiritualización de un cuerpo, sino como un abandono del cuerpo.
Contra esto Pablo reacciona vigoroso -y es todo el tema y la argumentación del capítulo 15 de esta carta- cuando explica que si eso fuera así -les dice- entonces Cristo, que según sabéis ha resucitado, no habría resucitado, porque la muerte de Cristo es la nuestra, y sin embargo la Resurrección de Cristo es el meollo de vuestra fe. Pues bien, si Cristo resucitó, como sabéis, resucitó en cuanto primicia de los muertos, no como un hecho singular, extraordinario. Y ahí inserta él su famosísima afirmación: «Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación. Vana es nuestra fe». La predicación y la fe carecen de contenido si no ha tenido lugar el hecho de la Resurrección corpórea de Cristo.
Es natural que si se trata primordialmente, no de una idea, un mensaje o un simbolismo de esperanza, sino de un acontecimiento, todos los datos de hecho que puedan surgir tengan una convergencia sobre ese suceso. Por ejemplo, algunos autores han alegado (y se cree que también con toda razón), un hecho que no hay que conocer a través de antiguos testimonios (aunque esos testimonios estén en una corriente caudalosa ininterrumpida y absolutamente asegurada), sino un hecho que vivimos todos: todos celebramos el Domingo.

El resucitado es la esperanza de los pueblos, es la enseñanza del poder de Jesús como hombre y como ser salvador, no es cualquie vaguedad es un acto propio del alma triunfante