José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Separata del “Boletín Oficial del Obispado de Cuenca”
septiembre de 1974
Me propongo hacer presente en forma global un hecho enjuiciado por quienes tenían magisterio sobre mí en el período antes citado, y, como partícipe ahora de ese mismo magisterio, enunciar con la ayuda de Dios las orientaciones que de aquel hecho y aquellos juicios emanan para el momento actual.
Por razón de los límites de este propósito, está claro que no debo ni quiero usurpar la autoridad pastoral para revestir con ella los análisis o las síntesis y apreciaciones de historia eclesiástica o política que con saber humano pudiera intentar, cuyo interés y acierto serían discutibles, y que en todo caso no habría de publicar con autoridad de obispo. Mas como, por otra parte, parece necesario un mínimo de manco histórico antes de evocar las palabras de la Jerarquía, me limitaré a anteponer unos rasgos sueltos descriptivos, que esbocen únicamente algo de mi experiencia personal, como tal no discutible, y sin duda coincidente con la de otros muchos sacerdotes. Así se verá cómo unos hechos y juicios que estaban muy en lo alto aparecieron ante quien vivía más abajo, sin protagonismo, en la base humilde del pueblo y en la base de los servidores de la Iglesia.
Cuando se confirió a Francisco Franco la Jefatura del Estado, el que esto escribe, a sus quince años cumplidos, era poco más que un niño; su desarrollo físico juvenil coincidió con los dos primeros años de la guerra, antes de tener el honor de servir en el Ejército nacional. Vivía en un ambiente campesino y obrero. Desde la proclamación die la República estudiaba en el Seminario, a donde llegaba naturalmente en estruendo creciente de las convulsiones sociales y políticas y de la persecución religiosa inscrita en la Constitución y practicada por algunos grupos gobernantes; donde, sin embargo, con los de mi edad vivía al margen de informaciones regulares, tanto acerca de anécdotas cotidianas como de planteamientos generales de la política. Desde luego, jamáis viví en el Seminario nada que se pareciese a un alistamiento político.
En los meses de vacación ayudaba al párroco y trabajaba -según las posibilidades de mi edad- en las faenas del campo y en una modesta fábrica, donde, si no recuerdo mal, llegué a ganar dos pesetas con cincuenta céntimos por día, contando solo los días laborables; otros compañeros ganaban tres o cuatro pesetas, y el dueño de la fábrica, que era el obrero especializado y con más horas de trabajo, cinco pesetas. Solía ir a una cartería distante de mi casa a recoger dos diarios, en los que curioseaba mientras desandaba el camino: el diario a que estaba suscrito mi padre, de la Editorial Católica; y el de un vecino y socio de mi padre, de editor masón. Las corrientes de opinión y las preocupaciones político-sociales las percibía sin velos tal como se reflejaban en el hondón más humilde del pueblo: en los corros de labradores, entre los obreros de una carretera en construcción, en la lejana taberna a donde iba a comprar víveres por encargo de mi madre, en los talleres artesanos, como el de un zapatero remendón socialista. El flujo de mendigos por la puerta de casa daba continuas ocasiones para ejercitar el cariño y el respetó cristianos que me enseñaba mi madre, no sin recordar las graves reservas de orden social y hasta los planes expeditivos que formulaba mi padre, poco amigo de los que no querían trabajar. Recuerdo también cómo los compañeros de fábrica habían sido incorporados con engaño y coacción a una agrupación «sindical manejada por los comunistas de Liste, después famoso, que en julio de 1936 les movilizó con escopetas contra las flacas compañías del Ejército, operación abortada, con gran alivio de los «combatientes», en uno o dos días.