D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
Por eso -escuchemos de nuevo al Concilio-: «La Iglesia, acordándose del mandato del Señor…; procura con gran solicitud fomentar las misiones, para promover la gloria de Dios y la salvación de todos estos» (9). «La actividad misionera conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad» (10).
Se necesita la luz de la revelación para desvelar en su plenitud la significación de la misma conciencia, como reflejo de Dios y aspiración a Dios. Al apreciar los valores humanos, lo que hace la Iglesia es «referirlos a su fuente divina» (11). Porque la valoración del hombre depende de la dignidad de la persona humana; y ésta sólo tiene sentido si somos algo más que brotes transitorios de una naturaleza en continua mutación: si estamos en comunión con una libertad personal e inmortal, superior a todas las cosas. El hombre -recuerda el Concilio- es para sí mismo un problema y un misterio. Sólo la «manifestación del misterio de Dios ilumina el sentido de la propia existencia, la íntima verdad del hombre mismo» (12).
Así la luz de la conciencia, de la buena fe, remite al Evangelio. Está esperando la presentación de éste, como respuesta a las aspiraciones que el mismo Dios siembra en nuestro corazón. «Cuanto hay ahí de bueno y verdadero -entre los hombres que no conocen a Dios- la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio» (13). Ella sabe que tiene por misión manifestar al Dios oculto.
Notas:
(9) LG., 16.
(10) AG., 7.
(11) GS., 11.
(12) GS., 41. «La dignidad humana tiene en Dios su fundamento y perfección»… «Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto… A este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta» (GS., 21). «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado»… «En Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» (GS., 22).
(13) LG., 16.