Este amor se nos ha revelado visiblemente en Jesucristo, Hijo de Dios, hecho hombre.

D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973

El Evangelio, que es programa ya realizado en Jesús y María, nos muestra que la victoria sobre los límites, sobre el dolor y la muerte, presupone la victoria sobre el pecado. Sólo es posible si no estamos solos, abandonados a nuestras ideas o a las fuerzas naturales; si dentro y por encima de nosotros, de las pasiones fugaces, de la evolución ciega, triunfa un amor personal, creador e inmortal.

Este amor se nos ha revelado visiblemente en Jesucristo, Hijo de Dios, hecho hombre, peregrino con nosotros, camino y meta: camino, por su obediencia hasta la muerte, que nos libera de la falsa autosuficiencia del pecado y nos une con el Padre, y meta por su Resurrección.

María, madre de Jesús, es madre de Dios y es madre de los que se incorporan a Jesús: madre de la Iglesia. Esta categoría altísima no la aleja de nosotros; al contrario, gracias a ella somos hijos, incorporados a una comunidad de vida. La madre lo es sin dejar de ser hermana. Ha sido redimida, levantada por Dios desde nuestro nivel a una altura «por encima de todos los ángeles y de todos los hombres» (5). Y desde esa altura brilla como modelo imitable, al que nos podemos acercar, si no igualar. Así como es el prototipo de nuestro destino futuro (6), es también el prototipo de la actitud religiosa durante esta vida.

En ella vemos, en su forma más pura, cómo en la raíz de todo está la iniciativa y la elección de Dios, no nuestros méritos. Dios es quien la ha librado del pecado original haciéndola inmaculada desde el primer momento de su existencia. Dios es quien la ha llenado de gracia.

NOTAS:

(5) Y eso, «por ser madre de Dios» (LG., 66).

(6) María está «configurada con su Hijo resucitado en la anticipación del destino futuro de todos los justos» (Credo de Pablo VI).