san ignacioPadre Jesús González-Quevedo, S.I.
Salamanca, 1971

  1. d) De ahí que las adaptaciones debían ser muy pensadas, y en manera alguna arbitrarias. Nada de cambiar por cambiar. Al contrario. Es prudente, como enseña Santo Tomás, no cambiar si no es para mejor. Verdad evidente que siempre deberíamos tener en cuenta, pero mucho más si miramos, como quiere el Vaticano II «los signos de los tiempos».

Dice San Ignacio: «En tiempo de desolación nunca hacer mudanza… Porque así como en la consolación nos guía y aconseja más el buen espíritu, así en la desolación el malo, con cuyos consejos no podemos tomar camino para acertar» (19). La desolación que hoy padecemos no necesita prueba alguna. A .los optimistas patológicos no hay manera de convencerlos, pero a los no desahuciados del todo, quizás les convenzan estos dos testimonios de la mayor autoridad en la tierra. Testimonios que cuentan además con la asistencia de Dios a su Vicario primado de la Iglesia.

Al clausurar el Concilio Vaticano II (mérito inmarcesible de Pablo VI, pues parecía imposible acabar en tan poco tiempo con aquella tormenta) decía el Papa: «Es menester recordar el tiempo en que se ha llevado a cabo: un tiempo en el que cualquiera reconocerá que los hombres se han orientado a la conquista de la tierra más que a la del reino de los cielos; un tiempo en el que el olvido de Dios se hace habitual y parece, sin razón, sugerido por el progreso científico; un tiempo en el que el acto fundamental de la personalidad humana… tiende a pronunciarse en favor de la propia autonomía…, desatándose de toda ley trascendente; un tiempo en el que el laicismo aparece como la más sabia norma de ordenación de la sociedad; un tiempo, además, en el cual las expresiones de la razón humana alcanzan cumbres de irracionalidad y desesperación; un tiempo, finalmente, que registra aún en las grandes religiones étnicas del mundo perturbaciones y decadencias jamás antes experimentadas».

Si el 7 de diciembre de 1965 era «el olvido de Dios» la enfermedad señalada por el Papa, el 7 de diciembre de 1968, «haciéndoles leer en su corazón» expresaba a los seminaristas del Seminario Lombardo de Roma un mal todavía más grave: ¿Qué veis vosotros en el Papa? Signum contradictionis. Un signo de protesta. La Iglesia se halla en un período de autocrítica, de inquietud, casi diríamos de autodemolición. Es como un trastorno interior, agudo y complejo, que nadie hubiera esperado después del Concilio (20). Muchos esperan de parte del Papa actitudes clamorosas, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa cree no debe seguir otra línea que la de la confianza en Jesucristo… Será El quien calmará la tempestad». Estas gravísimas palabras, tratándose de Pablo VI tan mirado y remirado en sus expresiones, a mí me suenan a confidencia sumamente apenada. Algo así como decirnos: Ya lo veis, hijos muy queridos. Aunque al cerrar el Concilio, las vi muy negras -ahí está mi homilía-, os confieso que las que han venido son mucho más negras. «Es… un trastorno, que nadie hubiera esperado después del Concilio» (21).

En estas circunstancias extraordinariamente difíciles, sólo comparables a las del hundimiento del Imperio Romano; cuando se registran «perturbaciones y decadencias jamás antes experimentadas», como acabamos de oír al Papa, asusta la alegría con que muchos se lanzan temerariamente a trastornarlo todo, sin más base que unas apresuradas encuestas o presiones juveniles, incontroladas. Mucho y con razón se viene hablando contra aquéllas. Ver, juzgar, actuar, es dificilísimo en muchos sectores pero el más difícil es el referente a los problemas humanos, laborales, sociales, morales, jurídicos, políticos y religiosos. ¡Son tan hondos, tan complejos, tan vastos, tan trascendentales! Les cuesta acertar a los especialistas, y, ¿vamos a dejar su solución a los inexpertos atrevidos e ignorantes? Hoy que las ciencias experimentales: químicas, físicas y biológicas: que se ven y se miden; hoy que la técnica, que trabaja con la bruta materia y sus fuerzas, no admite a nadie en ninguna de sus múltiples ramas sin arduos aprendizajes, ¿las ciencias del espíritu, invisible e impalpable, cuyo primer principio y último fundamento es el mismo Dios, a quien nunca vio nadie (Jn. 1, 18) ni puede ver, porque habita una luz inaccesible (1 Tim. 6, 16), van a quedar al arbitrio de cualquier indocumentado?

Por humana que parezca, y que sea, esta mentalidad tan moderna de las encuestas, del respeto a la opinión ajena, del fomento a la propia iniciativa, y al propio pensamiento, late en ella, si se desorbita, el gravísimo error del libre examen protestante.

(19) Ejercicios Espirituales, 318.

(20) Che nessuno si sarebbe attesso dopo il Concilio,

(21) L’Osscrvatore: Romano, 8 diciembre 1968, p. 1.