Sabemos que nuestra alma es espiritual, porque el hombre realiza también actos espirituales, como la abstracción, el juicio o el raciocinio. Pero, ¿podemos afirmar que es inmortal? La respuesta ha de ser plena mente afirmativa. Podemos sostener su inmortalidad, porque reflexionando con un poco de sentido común, prescindiendo incluso de la religión revelada, hallamos argumentos más que suficientes en favor de dicha inmortalidad. Cuatro son los argumentos que aquí vamos a utilizar: a) Por su naturaleza, el alma no puede perecer. b) El afán de vida y de felicidad. e) La sanción de la ley moral. d) La necesidad de una vida futura para compensar el dolor y el sufrimiento.
- a) Por su naturaleza, el alma no puede perecer
Por su espiritualidad y simplicidad, el alma humana carece de partes materiales y sensibles; por tanto, cuando ocurre la muerte biológica del cuerpo, el alma no puede perecer ni por disgregación; ni por descomposición, ni por corrupción, ni por aniquilación. En el caso de muerte, el alma se separa, o abandona el cuerpo; pero sigue subsistiendo. No puede perecer por disgregación, como cuando se derrumba un edificio, porque al carecer de partes sensibles y materiales, no se puede producir dicha disgregación. Tampoco puede perecer por descomposición, o corrupción, como sucede con el cuerpo humano (que se descompone, transformándose la materia de que está formado. en otros compuestos químicos, hasta su total dispersión), porqué en el alma espiritual no hay nada que puede corromperse. Finalmente, por lo que se refiere a la aniquilación, o sea, a la desaparición total del alma, tampoco puede esto sostenerse, lógicamente, pues no se comprende que Dios hubiese creado un ser racional con unas tendencias naturales determinadas, como veremos seguidamente, y luego, bruscamente, le quite la existencia, sin haber podido satisfacer dichas tendencias adecuadamente.
- b) El afán de vida y de felicidad
Existen en la naturaleza humana unas tendencias innatas, innegables, que es preciso tener siempre muy en cuenta cuando se trata de enjuiciar, o explicar, la conducta de los hombres. Entre estas tendencias innatas figuran, sin duda, el afán de vivir y el afán de felicidad, que sedan de una manera constante y universal en todo ser humano. Como que la experiencia nos enseña que en la tierra estos afanes no encuentran su adecuada satisfacción, forzosamente deberá existir otro lugar, otra vida, en donde puedan satisfacerse de una manera completa y para siempre. Las tendencias naturales de un ser han de verse satisfechas, bien sea de una manera o bien de otra. Las alas de los pájaros nos demuestran la necesidad del aire, las aletas del pez la del agua, el ojo prueba la luz y el hambre justifica el alimento. Lo que es instintivo y natural siempre puede satisfacerse a través de alguna cosa real. Por esto el afán de vida y de felicidad, en el hombre, tiene que tener su satisfacción en un sitio u otro. Su carácter temporal no pueden satisfacerlo ni la riqueza, ni la gloria, ni el poder, ni la ciencia, ni el amor humano, porque todo acaba por desaparecer y ni el afán de vida ni la felicidad auténticas pueden verse satisfechas. La insuficiencia de las cosas humanas sólo podrá verse completada plenamente en la infinita bondad, la infinita sabiduría, la infinita felicidad y eternidad que se reúnen en Dios, verdadero fin de todos los hombres.
- c) La sanción de la ley moral
Todos los hombres estamos sujetos a la ley moral. Excepto en algunos casos patológicos, o de degeneración, todos sabemos perfectamente que estamos obligados al precepto de «haz el bien» y «no hagas el mal». Existe en nosotros una voz interior, la voz de la conciencia~ que así nos lo dice de una manera terminante. Claro que, por motivos poderosos -el afán de dinero o el afán de poder, por ejemplo-, o por nuestra propia debilidad, al no poder resistir a una pasión desordenada, a veces nos olvidamos de la ley moral; pero entonces, en este caso, surge en nosotros el remordimiento, el pesar por no haber hecho lo que nuestra conciencia nos indicaba que teníamos la obligación de hacer, o de no hacer. La ley moral, la obligación de hacer el bien y evitar hacer el mal, es una ley universal impuesta a todos los hombres, que brota de la misma naturaleza humana, y que, por tanto, fue deseada por el mismo poder o la misma causa que «inventó» al hombre y que no puede ser otro que el mismo Dios, la causa primera de todo lo creado. Sólo Dios está por encima del hombre y puede, naturalmente, imponerle la ley moral, grabando en su conciencia esta obligación y el consiguiente remordimiento en caso de incumplirla. De la existencia de la ley moral, se deduce lógicamente la existencia de un Legislador… Si relacionamos la idea del orden moral con la posibilidad del cumplimiento, o incumplimiento, de la ley moral, aparece entonces la necesidad de un Juez superior que premie o castigue, según los casos, el cumplimiento del bien o del mal que se hace la necesidad de una recompensa o el castigo parece ser lo más lógico, «razonablemente» hablando, para no tratar por un igual al sinvergüenza y al hombre que cumple honradamente con sus obligaciones. Todos somos testigos de las numerosas injusticias que se cometan en el mundo en que vivimos. Vale la pena de que nos planteemos la cuestión de si el criminal, el zángano, el estafador, el canalla que se aprovecha de la debilidad de los demás para hacer el mal, ha de recibir el mismo trato que las personas de conciencia recta o que pasan su vida cuidando enfermos o haciendo el bien por todas partes donde van. No se diga que en esta ya reciben el merecido castigo quienes se portan de una manera incorrecta, o que la opinión pública ya los castiga con su desprecio, pues de todos es sabido que muchos delitos quedan impunes y muchos son los que se las arreglan para aparecer ante los demás como hombres sin tacha ocultando y disimulando hábilmente sus sucios manejos y sus turbios negocios, desde el juego y la trata de blancas hasta el tráfico de drogas, u otros negocios igualmente lucrativos y perniciosos para los demás. Para compensar este desequilibrio moral y para restablecer la justicia en las relaciones entre los hombres, aparece entonces necesaria la idea de un Dios que puede juzgar sobre la bondad o, malicia de nuestras acciones, así como la necesidad de otra vida posterior, pues como escribe Agustín Basave, «la recompensa y la punición, para el bien y para el mal, no pueden realizarse si el alma no es inmortal». En palabras muy parecidas se expresaba Charles Ni calle, Premio Nobel de Medicina, en 1928, al decir: «La inmortalidad del alma satisface, en particular, a nuestro sentimiento de justicia. Sufrimos demasiadas injusticias aquí abajo para no esperar que hay un más allá en donde el bien tendrá su recompensa».
- d) La necesidad de una vida futura para compensar el dolor y el sufrimiento
El dolor y el sufrimiento se dan en la vida de todo hombre, con más o menos intensidad y con más o menos frecuencia. Y es un hecho evidente que ciertas personas, y a veces, incluso, pueblos enteros, parece como si hubiesen sido escogidos como ejemplos vivientes demostrativos de toda clase de calamidades y de desgracias. El azote del hambre, todavía le hace sentir en ciertas regiones de la tierra de una manera tan intensa, que llega a hundir en la miseria y en la desesperación a. partes importantes y numerosas de la población. Individualmente, también algunos seres parecen acaparar para sí toda suerte de desdichas y de calamidades. Seres que, desde que nacen hasta que mueren, se hallan en continuo sufrimiento, sin paz ni sosiego, sin esperanza de que algún día puedan verse libres de tan angustiosa situación. Otros, en cambio, no se hallarán afligidos por un dolor físico, sino por un dolor moral, por la incomprensión o la actitud mortificante de ciertas personas muy próximas, o por la sucesión ininterrumpida de ciertas desgracias que acabarán por hundirle en la, más negra desesperación. Si a todos estos seres se les dice, además, que su vida acabará aquí en la tierra, con la aniquilación total, por lo que sus sufrimientos no hallarán paz ni sosiego en ninguna parte, no sólo se les empujará a una mayor desesperación, sino que, inmediatamente, cualquier observador imparcial tendrá que exclamar: «¡No puede ser!». No puede ser que exista un Dios tan cruel y sádico que haya creado estos seres humanos, sin buscar al propio tiempo una adecuada compensación a todos sus sufrimientos. No puede ser que Dios haya querido crear seres racionales sólo para hacerlos padecer en esta vida -sin culpa alguna, por su parte- y luego termine por aniquilarlos, destruyendo totalmente su existencia. Tal forma de proceder, no sólo sería indigna de Dios, sino que, además, sería incompatible con su propia naturaleza, con su bondad natural y su sentido de justicia. Ante estos casos y ejemplos, lo lógico es reaccionar diciendo que forzosamente debe existir otra vida posterior en que puedan compensarse todos estos sufrimientos y dolores. Por esto la exigencia de la inmortalidad se nos aparece, ahora, tan necesaria e insustituible. Y por esto hay que defenderla, como única solución ante las adversidades y calamidades que muchos sufren durante su vida presente. Tenemos un alma inmortal. Y el problema más trascendental del hombre es SAL VARLA.
«MAS QUISIERA ESTAR SIN PELLEJO, QUE SIN DEVOCIÓN A MARÍA», decía San Juan de Ávila. Una mínima señal de devoción a la Virgen María es rezar las TRES AVEMARÍAS. Cada mañana y cada noche. No lo descuidemos.