Imitación de Cristo
Las admirables enseñanzas de la Imitación de Cristo hacen que se adapten fácilmente a todos los estados de vida y a todas las circunstancias particulares en las que se puede encontrar el cristiano. Ellas han ayudado a llegar a la cumbre de la perfección tanto al cristiano que vive en el mundo como al que vive en el claustro. Parece que cada frase o sentencia ha sido escrita para todo aquel que la lee y para el momento en que la lee.
Esta magnífica obra ha sido reconocida por la tradición como poseedora de un valor universal y ha venido influyendo positivamente hasta nuestros días. (P. José Carlos Eugenio, msp – Misioneros Siervos de los Pobres del Tercer Mundo)
En primera línea
Las mujeres siempre han estado en primera línea en la Iglesia de Cristo, en las trincheras de Dios. Son innumerables las santas y mártires de la Iglesia, las fundadoras de órdenes y congregaciones de monjas y religiosas. Las abadesas, prioras, superioras generales, misioneras. Se ha dicho que ningún hombre merece ser sacerdote, pero sí que muchas mujeres han merecido ser madres de un sacerdote. (P. Manuel Martínez Cano mCR – Ave María)
Valorar al sacerdote
Y comenzaré por algo que puede resultar muy fuerte, pero no quiero dejarlo en el tintero. Quien no valora al sacerdote, no valora a Cristo. Es verdad que somos pecadores, que no somos dignos del ministerio recibido, que no podemos ni compararnos mínimamente con él. Sería una pretensión inaceptable. Pero, queramos o no, él nos han hecho ministros suyos, y, con todos nuestros defectos y pecados, tenemos la gracia de hacerlo presente. “Es Cristo quien vive en mí”, decía san Pablo. No somos funcionarios de la Iglesia, ni gestores de lo sagrado, ni moderadores de acciones eclesiales, ni simples ejecutores de planes pastorales. (Monseñor César Franco, Obispo de Segovia – Meridiano Católico)
Las miserias del paganismo
Los paganos viven sin mayores problemas de conciencia el impudor y la lujuria, el divorcio, la poligamia, la sodomía, el aborto y el adulterio. San Pablo, cuando describe las miserias del paganismo, enumera ampliamente estas maldades, señalando que “no solo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen” (Rm 1, 18-32). La degradación de costumbres llega a tanto que ya algunos moralistas paganos la denuncian con fuerza. (José María Iraburu – Pudor y Castidad)
El triunfo del egoísmo
El triunfo del egoísmo tiene una causa, que es la pérdida de la fe, el abandono de Dios.
Esta explosión de egoísmos y delirio ha sido preparada por el liberalismo, por la proclamación de la libertad como valor supremo, ilimitado e incondicionado, que equivale a la proclamación del hombre por sí mismo, quedando la verdad y la ley supeditadas a aquel. Si el hombre se sitúa por encima de la verdad y la ley, la autoridad social «no tiene más función que la de un guardia de circulación». El hombre podrá pensar como le dé la gana, obrar otro tanto, de modo que el patrono se opondrá a leyes y contratos que estipulen las condiciones de trabajo, el trabajador no se comprometerá a nada. El resultado será que «el género humano vive para unos pocos”. (Carlos Ibáñez Quintana – Ahora Información)
La ideología imperante
Por esta vía la ideología imperante en Occidente pretende, con todo, recuperar la ética tras haberla imposibilitado, según he explicado antes. En rigor, se trata de una utilización interesada de la vivencia inextirpable del deber, para tener al individuo realmente sometido, a pesar de haber proclamado la soberanía humana. Esta es la curiosa situación en que desemboca el progresismo, en la esclavitud del hombre por el hombre. Habiéndolo “liberado” de las leyes morales naturales, lo encadena a las normas consensuadas convencionalmente por la sociedad. En tres siglos que llevamos de progresismo, quizás no ha habido como ahora tanto gusto en los ilustrados por adornarse con la moralidad, por parecer moralmente respetables, por ufanarse de rectitud de conciencia y responsabilidad (un ejemplo: la idea de la responsabilidad social corporativa de muchas empresas). Con ello lo que se proponen es reactivar en los demás el sentido natural del deber, para poder encadenarlos con más facilidad. (José J. Escandell – Cristiandad)
