Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941
- La España del siglo XVI
¡Cuánto mejor [que ocuparme de las disidencias religiosas del siglo XVI] me hubiera estado describir la católica España [de aquellos días], que con todos sus lunares y sombras (que no hay período que no los tenga) resiste la comparación con las edades más gloriosas .del mundo! Hubiéramos visto, en primer lugar, un pueblo de teólogos y de soldados, que echó sobre sus hombros la titánica empresa de salvar con el razonamiento y con la espada la Europa latina de la nueva invasión de bárbaros septentrionales; y en nueva y portentosa cruzada, no por seguir a ciegas las insaciadas ambiciones de un conquistador, como las hordas de Ciro, de Alejandro y de Napoleón; no por inicua razón de Estado, ni por el tanto más cuanto de pimienta, canela o jengibre, como los hebreos de nuestros días, sino por todo eso que llaman idealismos y visiones los positivistas; por el dogma de la libertad humana y de la responsabilidad moral, por su Dios y por su tradición, fue a sembrar huesos de caballeros y de má1tires en las orillas del Albis, en las dunas de Flandes y en los escollos del mar de Inglaterra. ¡Sacrificio inútil, se dirá, empresa vana! Y no lo fue, con todo eso, porque si los cincuenta primeros años del siglo XVI son de conquistas para la reforma, los otros cincuenta, gracias a España, lo son de retroceso; y ello es que el Mediodía se salvó de la inundación y que el protestantismo no ha ganado desde entonces una pulgada de tierra, y hoy en los mismos países en que nació, languidece y muere. Que nunca fue estéril el sacrificio por una causa justa, y bien sabían los antiguos Decíos, al ofrecer su cabeza a los dioses infernales antes de entrar en batalla, que su sangre iba a ser semilla de victoria para su pueblo. Yo bien entiendo que estas cosas harán sonreír de lástima a los políticos y hacendistas, que, viéndonos pobres, abatidos y humillados a fines del siglo XVII, no encuentran palabras de bastante menosprecio para una nación que batallaba contra media Europa conjurada, y esto, no por redondear su territorio ni por obtener una indemnización de guerra, sino por ideas de teología…, la cosa más inútil del mundo. ¡Cuánto mejor nos hubiera estado tejer lienzo y que Lutero entrara o saliera donde le pareciese! Pero nuestros abuelos lo entendían de otro modo, y nunca se les ocurrió juzgar de las grandes empresas históricas por el éxito inmediato. Nunca, desde el tiempo de Judas Macabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creerse el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios; y todo, hasta sus sueños de engrandecimiento y de monarquía universal, lo referían y subordinaban a este objeto supremo: «Fiet unum ovile, et unus pastor». Lo cual hermosamente parafraseó Hernando de Acuña, el poeta favorito de Carlos V:
Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
La edad dichosa en que promete el cielo
Una grey y un pastor solo en el suelo,
Por suerte a nuestros tiempos reservada.
Ya tan alto principio en tal jornada
Nos muestra el fin de vuestro santo celo,
Y anuncia al mundo para más consuelo
Un monarca, un imperio y una espada.
En aquel duelo terrible entre Cristo y Belial, España bajó sola a la arena; y si al fin cayó desangrada y vencida por el número, no por el valor de sus émulos, menester fue que éstos vinieran en tropel y en cuadrilla a repartirse los despojos de la amazona del Mediodía, que así y todo quedó rendida y extenuada, pero no muerta, para levantarse más heroica que nunca cuando la revolución atea llamó a sus puertas y ardieron las benditas llamas de Zaragoza.