José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Separata del “Boletín Oficial del Obispado de Cuenca”
septiembre de 1974
Se abrieron muchos cauces nuevos para la acción sacerdotal, por ejemplo en organizaciones civiles educativas, como el Frente de Juventudes y otras. No puedo dar testimonio directo, porque nunca, ni de seglar ni de sacerdote, he pertenecido a ninguna de esas organizaciones; pero en ·ellas trabajaron con dignidad y eficacia muchos sacerdotes y religiosos y algún Prelado; y a todos los que estábamos dispuestos con desinterés a decir la palabra del Evangelio donde quiera que se presentase la oportunidad, se nos franqueaban las puertas de esas organizaciones lo mismo que las de tantas y tantas asociaciones de la Iglesia. Es probable que nunca haya habido en nuestra Iglesia tanta desproporción entre las posibilidades ofrecidas y las fuerzas disponibles. La revista «Ecclesia» escribía en 1953: «Conviene medir, para atizar el sentido de la responsabilidad que nos toca ante el presiente y futuro, lo que otros que nos precedieron hubieran conseguido de contar con las facilidades y medios que están hoy a nuestro alcance».
Todo, repito, en un clima de libertad y sencillez. Esta, libertad evangélica me llevó en cierta ocasión solemne de 1954, juntamente con otros sacerdotes responsables, a una momentánea -casi repentina- situación conflictiva, que pudo traer consecuencias muy enojosas para la misma persona del Jefe del Estado. Como la situación resultaba de un aprecio común hacia el Jefe del Estado y la multitud del pueblo llano, y la intención era igualmente meta en todas las personas en conflicto, todo se quedó en un incidente sin hiel y sin huella.
Naturalmente, los que nos entregábamos a la serena y absorbente labor apostólica, con todas las dificultades y preocupaciones que son intrínsecas a la misma, sabíamos muy bien que a alguien se debía el que las condiciones del contorno social, en cuanto dependen de los que gobiernan, fueran propicias y no adversas. Las nuevas leyes, los nuevos impulsos, el nuevo tono, confluían en la persona de Francisco Franco, catalizador del espíritu que animaba a tantos españoles deseosos de reconstruir una patria armónica inspirada por el Evangelio. Suponíamos -no nos interesaba demasiado la información de pormenores- que para aconsejar y concordar las condiciones exigidas por una adecuada relación entre la Iglesia y el Estado intervenían oportunamente, según los distintos ámbitos, la Santa Sede y nuestros Prelados.
En efecto, les la voz de la Santa Sede y la de aquellos Prelados la que ha formulado el juicio de la Iglesia sobre dicha relación y sobre la función realizada en este punto por el Jefe del Estado. Las declaraciones en ese sentido se dan con nitidez no sólo en los años de la guerra, sino -caso insólito- durante los tres decenios de los años 40, 50 y 60; y se mantienen constantes en medio de las circunstancias más disipares de la llamada «opinión mundial».
Los juicios de la Jerarquía no prejuzgaban las cuestiones de política contingente sujetas a diversidad de opiniones. El ministro del Evangelio se encontraba, por ejemplo, en algún sector con los impacientes del ritmo institucionalización política; en algunas familias, con los impacientes por la restauración monárquica; en algunos jóvenes universitarios, con los impacientes por la transformación revolucionaria del país; entre algunos dirigentes sindicales, con los impacientes por una participación más abierta; más tarde, con algunos impacientes por la «incorporación a Europa», etc., etc. No recuerdo que la autoridad de la Iglesia se haya entrometido en semejantes asuntos.