Juan Manuel de Prada
Han pasado casi cincuenta años desde que Pemán comparase en uno de sus siempre luminosos artículos la lengua catalana con un vaso de agua clara. Ando en estos días releyendo las obras de diversas autoras catalanas que descubrí en mis mocedades, para incorporarlas al catastro de malditos que publico en ABC Cultural. Mientras releo a estas escritoras olvidadas (¡también por el independentismo!), saboreo con delectación el vaso de agua clara de la lengua catalana, que siento como propia, llenándome cordialmente de su prosodia y de su música, llena de reminiscencias provenzales. ¡Es tan evidente que el catalán es también mi lengua! Pero ya nos advertía Pemán en aquel mismo artículo que hasta “las evidencias cobran fisonomía contorsionada de problema cuando son manejadas por los políticos, ¡que ésos sí son un problema!”.
Y así, después de ser manejada por políticos que la han contorsionado hasta dejarla irreconocible, Cataluña se ha convertido en un problema irresoluble. Sobre su realidad biológica se fue sedimentando una quimera ideológica que ha terminado por convertirla en un vivero de odios. Prat de la Riba, en un pasaje espeluznante de La nacionalitat catalana, nos refiere cómo los pioneros de esta quimera, al descubrir que el ser de Cataluña estaba adherido al ser español “como los pólipos al coral”, decidieron forzar su separación: “Y esta obra -reconoce Prat de la Riba- no la hizo el amor, sino el odio”. Desde entonces esa obra del odio ha seguido inoculando su veneno, hasta llegar a la situación presente. Sólo que, como nos advierte Pemán, “por una ley de dinámica social el tirón hacia dentro es correlativo e inseparable del empujón hacia fuera”. A la labor del odio promovida por el independentismo se sumó el odio reactivo de muchos españoles que se sintieron agredidos; y así se fue llenando un vaso de agua turbia que ahora finalmente se derrama, mojándonos con su inmundicia.
Naturalmente, esta obra del odio no habría triunfado si no hubiese prendido en los corazones de una generación envenenada de resentimiento, desdeñosa de los estímulos espirituales, enfangada en los materialismos más embrutecedores, que se revolvió sedienta de venganza contra una España caricaturesca, epítome del latrocinio y la corrupción (aunque, desde luego, en España haya habido muchos ladrones y corrompidos que, en conjunción con sus “homólogos” catalanes, se repartieron durante décadas coimas y tajadas políticas, mientras la carcoma del odio seguía haciendo su labor). Por eso en estos momentos amargos el patriota español, para desmontar la obra del odio azuzada por los demagogos, debe responder al odio con amor. Un amor como el que nos describe San Pablo, sufrido y sin presunción; un amor que no se irrite ni lleve las cuentas del mal; un amor que se entristezca con la injusticia y goce con la verdad; un amor, sobre todo, extremadamente paciente, pues tendrá que medirse con una generación envenenada de resentimiento. Sólo esta paciente metodología del amor posee la virtud unitiva capaz de aclarar el agua turbia, hasta conseguir que una clara Cataluña vuelva a abrazarse con los demás pueblos de España.
Esta metodología del amor no consiste en sobornar ni en halagar, como se ha hecho hasta ahora, sino en fundirse en amor y dolor con Cataluña, cada uno en la modesta medida de sus posibilidades. Será una tarea de décadas, mucho menos aparente que la aplicación del artículo 155 que algunos nos venden como la panacea; una tarea sacrificada y de escaso lucimiento que sólo los auténticos patriotas tendrán valor de acometer, a sabiendas de que nadie se lo agradecerá.
(ABC, 28 de octubre de 2017)