Una Epopeya misionera
Padre Juan Terradas Soler C. P. C. R
III
REPAROS QUE A ESPAÑA PUEDEN HACERSE EN SUS CAMPAÑAS POR LA HISPANIDAD (1)
¡Difícil cometido sostener la bandera de España en pro de la hispanidad! No somos ya lo que fuimos; en nuestra misma casa parecen haber sufrido grave derrota los principios fundaméntales de la hispanidad. Empeñarse hoy un español en hacer raza, podría parecer invitación a desvalorizar los grandes factores de la vida de un pueblo: tradición, historia, patriotismo verdadero, y, sobre todo, éste algo divino sin lo que ningún pueblo vive vida digna, la religión; este algo soberanamente divino, Jesucristo y su Evangelio, que han hecho de Europa lo que ni soñar pudieron Grecia o Roma y que ha merecido el repudio oficial en España. Ya podéis suponer que le sangra el corazón a un Obispo español que, lejos de su Patria, tiene que hacer esta confesión tremenda.
Y por la parte de América, se nos ofrece a primera vista un amasijo formidable de naciones, de razas, de tendencias diversas que se traducen en rivalidades y recelos, de lenguas y civilizaciones distintas, que hacen de esta bellísima tierra, que corre de las Antillas a Magallanes, una Babel más complicada que la del Senaar. Yo no sé quién ha hablado de los “Estados desunidos de la América del Sur”; y en un periódico español se ha escrito que el nombre de América es algo serio y sustancial para el mundo moderno, pero que debe referirse a los Estados Unidos, pues todo lo demás, dice, “es un revoltillo de españoles, portugueses, indios; negros y loros”.
Las objeciones son formidables, pero denuncian algo accidental en España y América, no un defecto medular que, acá y allá, haga inútil todo esfuerzo de hispanización.
Cuanto a España, confesemos un hecho: la desviación, hace ya dos siglos, de nuestra trayectoria racial. Desde que, con el último de los Austrias, nuestro espíritu nacional polarizó en sentido centrífugo, haciendo rumbo a París toda tendencia espiritual—filosofía y política, leyes y costumbres—, hemos ido perdiendo paulatinamente las esencias del alma española, y hemos abrumado con baratijas forasteras el traje señoril de la matrona España.
Confesemos todavía otro hecho, que no es más que la culminación explosiva de este espíritu extranjerizante: me refiero a nuestra revolución, de la que yo no quiero decir mal, porque no cabe hablar mal de la casa propia en la ajena, y menos cuando la pobre madre, por culpa de los hijos, se halla en trance de dolencia grave. Yo no creo que ningún español deje de querer bien a su Patria, aunque haya cariños que puedan matarla. Yo prefiero creer que muchos de mis hermanos de Patria andan equivocados, antes de creer en la existencia de malos patriotas: es más verosímil, porque es más humano, un desviado mental que un parricida.