Ramiro de Maeztu
LA SEPARACIÓN DE AMÉRICA 6
Las ideas del siglo XVIII (3)
Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y decisivo del siglo XVIII fue la expulsión de los jesuitas. Sin ella no habría surgido, por lo menos entonces, el movimiento de la independencia. Lo reconoce, con lealtad característica, D. Leopoldo Lugones, poco afecto a la retórica hispanófila. La avaricia del marqués de Pombal, que quería explotar, en sociedad con los ingleses, los territorios de las misiones jesuíticas de la orilla izquierda del río Uruguay, y el amor propio de la marquesa de Pompadour, que no podía perdonar a los jesuitas que se negasen a reconocerla en la Corte una posición oficial, como querida de Luis XV, fueron los instrumentos que utilizaron los jansenistas y los filósofos para atacar a la Compañía de Jesús. El conde Aranda, enérgico, pero cerrado de mollera, les sirvió en España sin darse cuenta clara de lo que estaba haciendo. «Hay que empezar por los jesuitas como los más valientes», escribía D’Alembert a Chatolais. Y Voltaire a Helvecio, en 1761: «Destruidos los jesuitas, venceremos a la infame». La «infame», para Voltaire, era la Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuitas produjo en numerosas familias criollas un horror a España, que al cabo de seis generaciones no se ha desvanecido todavía. Ello se complicó con el intento, en el siglo XVIII, de substituir los fundamentos de la aristocracia en América. Por una de las más antiguas Leyes de Indias, fechada en Segovia el 3 de julio de 1533, se establecía que: «Por honrar las personas, hijos y descendientes legítimos de los que se obligaren a hacer población (entiéndase tener casa en América)…, les hacemos hijosdalgo de solar conocido…» Por eso, las informaciones americanas sobre noblezas prescindieron en los siglos XVI y XVII, de los «abuelos de España», deteniéndose, en cambio, a referir con todo lujo de detalles, como dice el genealogista Lafuente Machain, las aventuras pasadas en América; y es que la aspiración durante aquellos siglos, era tener sangre de Conquistador, y en ellas se basaba la aristocracia americana. El siglo XVIII trajo la pretensión de que se fundara la nobleza en los señoríos peninsulares, por medio de una distinción que estableció entre la hidalguía y la nobleza, según la cual la hidalguía era un hecho natural e indeleble, obra de la sangre, mientras la nobleza era de privilegio o nombramiento real. La aristocracia criolla se sintió relegada a segundo término, hasta que con las luchas de la independencia surgió la tercera nobleza de América, constituida por «los próceres», que fueron los caudillos de la revolución.