D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
A muchos contemporáneos nuestros les ocurre esto: como es imposible renunciar en serio a un sentido para la totalidad de la vida y, por las razones que fueren, con culpa o sin ella, se han perdido otros modos de acercarse al conocimiento de ese sentido (el modo religioso, el modo auténticamente filosófico, el modo artístico profundo, etc.), tratan de conseguirlo mediante lo único que manejan con cierta soltura, es decir, el método científico positivo. Al hacerlo, como sucedió con todo el positivismo y materialismo del siglo pasado y con sus residuos en el siglo actual, se destruye al hombre. El hombre, el sujetó, queda convertido en un fenómeno dentro de un conjunto, fatal o automático, de fenómenos, o bien, queda convertido en un espectador inexplicable, al cual no se pueden aplicar las leyes con que se estudian y se manejan las cosas, pero que tampoco interesa estudiar a fondo. En nombre de lo objetivo se descalifica lo subjetivo.
Este desprecio del sujeto es desprecio del hombre; desprecio de lo que en realidad nos interesa más. El «cientismo» es culpable del recelo que no pocos hombres sienten ante la ciencia positiva o el dominio de la técnica. La desconfianza no va contra la ciencia o la técnica por sí mismas, y menos, en nombre del cristianismo, que ha sido, en definitiva, la matriz espiritual de la ciencia y la técnica, pues éstas han nacido y se han desarrollado, históricamente, en la órbita cristiana. El recelo surge frente a una usurpación de la ciencia, frente a un recontamiento indebido, que destruye al hombre diluyéndolo en un todo sometido a leyes ciegas, en las que el sujeto, ser íntimo, con aspiraciones, con libertad, carece de sentido. Los conceptos científicos no incluyen la libertad a no ser por una especie de proyección de lo humano, que muy pocos científicos se atreven a aceptar.