Mira Señor que necesitada está mi alma de Tu protección.
Limpia con Tu preciosa Sangre mi corazón del resentimiento, del rencor, del odio, de la indiferencia, de la mentira, de la traición, del egoísmo, de la falta de fe, de la falta de esperanza.
Señor, ten piedad de mí, porque sé que cada vez que escucho los malos pensamientos, me alejo de Ti y quiero siempre estar junto a Ti, sé que soy débil y solo contigo puedo vencer.
Por Tu dolorosa Pasión, por Tu Preciosa Sangre derramada por amor a toda la humanidad, ¡ayúdame! Líbrame del mal, fortalece mi mente e ilumínala para que sepa discernir el bien del mal, y siempre siga los pensamientos bondadosos, que construyen, que unen, que aman y haga el bien por donde pase.
Por Tu Preciosa Sangre convierte mi alma verdaderamente, que solamente actúe dando testimonio de Ti, que sea un instrumento de Tu Amor, un instrumento de Tu Paz y solo yo viva para Ti y Tu vivas para siempre en mí.
Oh Preciosísima Sangre de mi amado Jesús, Tú has vencido al maligno, y ya no puede acercarse a Ti, porque todo lo has bañado con Tu amor. Cúbreme y del enemigo ¡defiéndeme!
Santa Sangre de Cristo, ¡lávame! Amén.


La naturaleza teme y aborrece la muerte. Todas las religiones han honrado y honran de diversos modos sus muertos. La Iglesia Católica ha sabido orientar y definir las aspiraciones del corazón humano que tiene anhelos de inmortalidad. En las antiguas generaciones cristianas, la nota dominante ante los difuntos era una esperanza confiada en la gloria futura, tan viva, que se sobreponía a los mismos sentimientos naturales por la muerte de sus parientes, y en las honras fúnebres todo era alabanza a Dios. Esta serena actitud del espíritu ante la muerte, se refleja admirablemente en los ritos funerarios de la Iglesia Católica. Todo en ellos respira paz, serenidad y esperanza inquebrantable, dando consuelo al corazón afligido.
*Al enfermo que curó en la piscina de Betesda; Jesús le dijo: “Mira has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor”.