Padre Manuel Martínez Cano, mCR.
En tiempos del Estado de Bienestar no se quiere entender lo que dice nuestro Señor Jesucristo: «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí». Llevar la cruz, nuestros sufrimientos, nuestras enfermedades con paz y alegría es condición indispensable para ser discípulo de Jesús.
La Cruz que nos invita a llevar Jesús no es solamente los sufrimientos especiales y extraordinarios. Son también las molestias ordinarias de la vida que debemos aprovechar para adelantar por los caminos de la santidad. A veces, puede ser que aceptemos grandes sufrimientos por amor a Dios, pero los pequeños de cada día nos molestan y no los aceptamos para agradar a Dios y santificarnos. De todo corazón digamos al Señor: Quiero abrazar con toda generosidad todas las cruces que me envías, Jesús mío.
Jesús salvó a todos los hombres muriendo en la cruz, en la cima del monte Calvario. Nuestras cruces recibidas con amor y resignación, también salvan muchas almas. Todo fue ya previsto por el Señor y Él distribuye las gracias entre los pecadores.
Las cruces son un mal, según la mente humana. Pero al mismo tiempo son un bien sobrenatural porque nos dan las ocasiones de practicar las virtudes y nos purifican y acercan a Dios, nuestro Padre celestial.
A nuestros sufrimientos pequeños o grandes, Cristo le ha dado el nombre de cruz porque quiere que nuestro dolor no sea una cosa sin sentido, sino una cruz. Un medio de santificación y salvación eterna de las almas.
Debemos aceptar las cruces con serenidad y paz. Humanamente duelen, las repelemos. Pero son señales inequívocas de que Dios nos ama. Nos purifican para vivir más íntimamente unidos al Señor.
A través de los sufrimientos de cada día, Jesús nos llevará por el camino que ha escogido para nosotros. Para alcanzar el grado de santidad al que hemos sido llamados. Siempre con una confianza ilimitada, completamente abandonados a la voluntad de Dios. Las cruces se llevan con amor y agradecimiento a Dios. Así se llega a la santidad.
Muchas personas se desaniman ante los sufrimientos y el dolor y las esquivan de mil maneras. Piensan que es un mal. No tienen confianza en Dios. Ni piensan que esos sufrimientos ofrecidos a Dios, se convierten en salvación de muchas almas. Santa Teresa de Jesús exclamaba: «Padeced quiero, Señor, pues vos padeciste: cúmplase en mí de todas maneras vuestra voluntad».
El secreto de sufrir cristianamente está en olvidarnos de nosotros mismo. Confiar absolutamente en la Divina Providencia que nos guía. Quien se concentra en sus propios sufrimientos, no puede soportarles. Se desanima y deja el camino estrecho que lleva a la santidad y a la salvación eterna. Vivamos el momento presente: «Bástale a cada día su propia malicia», nos dice el Señor. Y San Ignacio de Loyola nos recuerda que en «tiempo de tribulación no hacer mudanza». No nos preocupemos de nuestros sufrimientos. La Divina Misericordia nos dice que recemos continuamente esta jaculatoria: «Jesús en Ti confío».
La Beata Teresa de Soubiran decía: «Mis penas, lo reconozco, han sido permitidas y hasta queridas por Tí, Señor mío, para enseñarme a tener confianza a despecho de todo». Sí, pueden venir momentos de angustia y tinieblas que las almas no saben cómo salir de ellas. Nuestra miseria y debilidad es grande, muy grande. Pero Dios nunca nos abandona, está junto a nosotros, en nuestras almas en gracia de Dios: «Descarga sobre Él tu cuidado y Él te sustentará» (Salmo 54, 23). A mayores pruebas y sufrimientos correspondamos con mayor abandono en Dios. Así llegaremos al Cielo. Estamos en las manos de Dios y no debemos tener miedo a nada ni nadie.
¡Viva Jesús Sacramentado!
¡Viva y de todos sea amado!