D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
No es posible llegar a la unidad renunciando a la verdad, con el pretexto de que no todos la comparten. Sería ir hacia abajo (como si nos nivelásemos todos, por ejemplo, en la ignorancia); por esa dirección se va a parar fatalmente a la estrechez visual o al egoísmo, que son factores de división. Si se parte de un mínimo, es para ascender hacia el vértice, donde las líneas convergen.
Por eso, la Iglesia se siente obligada a compartir el mínimo, pero sin dejar de ofrecer el don de Dios (5). Ella suscita una tensión hacia arriba, hacia el Evangelio, ensanchando el horizonte, encuadrando e integrando las perspectivas parciales en una armonía superior, en una auténtica mirada de conjunto. Porque ella es -como dice el Concilio Vaticano II -«sacramento de Cristo» (señal viva de su presencia); y sólo así puede ser -como añade el mismo Concilio- «sacramento y germen de la unidad de todo el género humano» (6).
Lo cual significa que es absurdo pretender la unidad por medio de la indiferencia afectuosa o de las transacciones frívolas. La unidad será fruto del amor: amor del verdadero bien del hombre, que fluye del amor de Dios (la caridad); por tanto, se funda en la fidelidad. Sacrificar la verdad «por amor» es una contradicción: no hay amor al hombre sin amor a la verdad.
Notas:
(5) Ver la encíclica de Pablo VI Ecclesiam suam, donde explica cómo la iglesia comparte las aspiraciones morales y la búsqueda de los hombres, porque ella puede decir al mundo: «tengo lo que buscáis».
(6) Ver textos varios del Concilio en LG., 1, 9, 48; GS., 42, 45, 89, 92 y 93.