Ramiro de Maeztu
EL SENTIDO DEL HOMBRE EN LOS PUEBLOS HISPÁNICOS (II)
Estoicismo y Trascendentalismo (2)
Lo que no hacemos los españoles, y en esto se engañaba Ganivet, es suponer que tenemos «dentro de nosotros una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como en eje diamantino». Esto lo creyeron los estoicos, pero el estoicismo o sentimiento del propio respeto es persuasión aristocrática que abrigaron algunos hombres superiores, pero tan convencidos de su propia excelencia que no lo creían asequible al común de los mortales, y aunque en España se hayan producido y se sigan produciendo hombres de este tipo, su sentimiento no se ha podido difundir, ni la nación ha parafraseado a San Agustín, para decirse como Ganivet: «Noli foras ire: in interiori Hispaniae habitat veritas». Esto no lo hemos creído nunca los hispanos -y esta palabra la uso en su más amplio sentido- y espero que jamás lo creeremos, porque nuestra tradición nos hace incapaces de suponer que la verdad habite exclusivamente en el interior de España o en el de ningún otro pueblo. Lo que hemos creído y creemos es que la verdad no puede pertenecer a nadie, en clase de propiedad intransferible. Por la creencia de que no es ningún monopolio geográfico o racial y de que todos los hombres pueden alcanzarla, por ser trascendental, universal y eterna, hemos peleado los españoles en los mejores momentos de nuestra historia. Lo que ha sentido siempre nuestro pueblo, en las horas de fe y en las de escepticismo, es su igualdad esencial con todos los otros pueblos de la tierra.
El estoico se ve a sí mismo como la roca impávida en que se estrellan, olas del mar, las circunstancias y las pasiones. Esta imagen es atractiva para los españoles, porque la piedra es símbolo de perseverancia y de firmeza, y estas son las virtudes que el pueblo español ha tenido que desplegar para las grandes obras de su historia: la Reconquista, la Contrarreforma y la civilización de América; y también porque los españoles deseamos para nuestras obras y para nuestra vida la firmeza y perseverancia de la roca, pero cuando nos preguntamos: ¿Qué es la vida? o, si me perdona el pleonasmo: ¿Cuál es la esencia de la vida?, lejos de hallar dentro de nosotros un eje diamantino, nos decimos, con Manrique: «Nuestras vidas son los ríos -que van a dar en la mar», o con el autor de la Epístola Moral: «¿qué más que el heno, -a la mañana verde, seco a la tarde?». No hay en la lírica española pensamiento tan repetidamente expresado, ni con tanta belleza, como éste de la insustancialidad de la vida y de sus triunfos.
Campoamor la dirá, con su humorismo: «Humo las glorias de la vida son». Espronceda, con su ímpetu: «Pasad, pasad en óptica ilusoria…Nacaradas imágenes de gloria, -Coronas de oro y de laurel, pasad». Y todos nuestros grandes líricos verán en la vida, como Mira de Mescua: «Breve bien, fácil viento, leve espuma».