SanJuanMariaVianneyLa madre del padre Hermann

La madre del Padre Hermann, a pesar de las repetidas insistencias de su hijo, permaneció judía y murió, aparentemente al menos, en completa obstinación.

El pobre Padre Hermann, desolado, fue un día a confiar su pena al Santo Cura de Ars. ¡E hizo bien! Porque el hombre de Dios le tranquilizó al instante, y le dijo que un día de la fiesta de la Inmaculada Concepción recibiría una carta que le proporcionaría grandes consuelos. Era esto más que suficiente para calmar las inquietudes del humilde religioso y llenarle de alegría.

Ahora bien; seis años más tarde, el 8 de Diciembre de 1861, un Padre de la Compañía de Jesús le envió la carta anunciada por San Juan B. Vianney. Se la había enviado una santa religiosa que murió poco después en olor de santidad.

La lectura de este precioso documento dio a conocer al Padre Hermann que su madre se había convertido en el último segundo que la separaba de la eternidad y que debía esta gracia tan insigne a la conmovedora intervención de la Madre de Dios.

Esta alma privilegiada escribió la relación de este favor extraordinario bajo el dictado del mismo Jesús.

Primeramente Jesús le dijo, respondiendo a la curiosidad de una amiga de su confidente, con respecto a la salvación eterna de la madre del Padre Hermann: «¿Por qué quiere Ana sondear siempre los secretos de mi Justicia y busca penetrar los misterios que no puede comprender? Dile que Yo no debo mi gracia a nadie y que se la doy a quien me place y que obrando así no dejo de ser justo, ni de ser la misma Justicia. Pero que sepa también que antes que faltar a las promesas que he hecho a la oración, trastornaría el Cielo y la tierra, y que toda oración que tiene por objeto mi gloria y la salvación de las almas, es siempre escuchada cuando viene acompañada de las cualidades necesarias».

Luego Jesús añadió: «Y para dar una prueba de esta verdad, quiero hacerte conocer bien lo que pasó en el momento de la muerte de la madre del Padre Hermann”.

Entonces mi Jesús me iluminó con un rayo de su divina luz y me hizo saber, o mejor dicho, me hizo ver en Él lo que voy a intentar describir: «En el momento en que la madre del Padre Hermann estaba a punto de exhalar el último suspiro, cuando ya parecía privada de conocimiento y casi sin vida, María Santísima, nuestra buena Madre, se presentó delante de su Hijo divino, y postrándose a sus pies: le dijo: «¡ Perdón, piedad, oh hijo mío, para esta alma que va a perecer! ¡Un instante más y se perderá, se perderá para toda la eternidad! ¡Haz, yo te conjuro, por la madre de mi siervo Hermann, lo que querrías que se hiciera por la tuya, si se encontrase en su lugar y Tú te encontraras en el suyo! ¡El alma de su madre es su bien más querido; mil veces él me la consagró; la ha confiado a la ternura, a la solicitud de mi corazón!; ¿podría yo tolerar que perdiese? ¡No, no, esa alma es mi bien; yo la quiero, la reclamo como una herencia, como el precio de tu sangre y de mis dolores al pie de la cruz!».

Apenas la divina suplicante dejó de hablar, una gracia fuerte, poderosa brotó de la fuente de todas las gracias, del Corazón adorable de nuestro Salvador, y fue a iluminar el alma de la pobre judía, triunfando instantáneamente de su obstinación y de sus resistencias. Esta alma se volvió al instante con amorosa confianza a Aquél cuya misericordia la perseguía hasta en el mismo abrazo de la muerte, y le dijo: «¡Oh Jesús, Dios de los Cristianos, Dios a quien adora mi hijo, yo creo y espero en Vos; tened piedad de mí…!» Después de haberme manifestado estas cosas, Nuestro Señor añadió: «Haz de modo que el Padre Hermann sepa esto; es un consuelo que quiero conceder a sus largos dolores, a fin de que bendiga y haga bendecir por todas partes la bondad del Corazón de mi Madre y su poder sobre el mío».

En otra ocasión el mismo Cura de Ars hizo esta asombrosa y consoladora revelación a la viuda de un suicida: «Entre el parapeto y el agua, el marido de usted tuvo tiempo de hacer un acto de contrición perfecta. Debió esta gracia a un resto de devoción a la Santísima Virgen, por el que llevaba flores todos los sábados del mes de Mayo para adornar el altar que usted había hecho levantar en su casa a Nuestra Señora. ¡Se ha salvado! Pero está en el Purgatorio. Recemos por él».

Advertencia

Al terminar estas citas, conviene recordar que éstos son hechos extraordinarios que derogan el orden ordinario de la providencia de Dios, el cual quiere que únicamente una buena vida produzca una buena muerte. Por consiguiente, serían locamente temerarios los que contasen con estas derogaciones milagrosas de la Ley divina, para osar afrontar la muerte sin estar preparados para recibir su visita.