Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 199, octubre de 1995
Como lo más importante en la vida del hombre es la vida de oración, vamos a repasar en esta página lo que ha de ser la principal de nuestras solicitudes.
La importancia de la oración procede de esta verdad fundamental. El negocio de la salvación de nuestra alma es el negocio que debe ocuparnos en esta vida terrena por encima de todo negocio. Si nos salvamos, lo hemos ganado todo. Si nos condenamos eternamente, lo hemos perdido todo. El gran obstáculo de nuestra salvación es el pecado. Pues bien, es imposible evitar el pecado sin oración, y es así imposible salvarse, sin oración. Taxativamente enseñaba esta verdad en sus predicaciones San Alfonso Mª de Liborio diciendo: “El que ora se salva, y el que no ora se condena.”
Para el buen obrar cristiano la misma exigencia de la salvación es patente. Quien mucho ora, vence en la lucha contra el pecado mortal, vence del pecado venial y triunfa de las imperfecciones inherentes a la propia naturaleza humana. Quien poco ora, arrastra una vida lánguida, de tibieza y de mediocridad.
La Sagrada Escritura, la enseñanza de los santos y nuestra propia experiencia nos convence de esta verdad.
“Si no oráis, todos pereceréis.” “Velad y orad para que no caigáis en la tentación.” “Orad sin intermisión.” “Conviene orar siempre y no desfallecer.” Por su parte, la Iglesia nos enseña a orar constantemente en todas las formas de oración, como adoración, petición, acción de gracias, intercesión, súplica, alabanza, vocal y mentalmente, con oración afectiva, de meditación, de simplicidad, de abandono, de contemplación. La Iglesia, como madre, ora siempre por sus hijos y ora en ellos y les empuja a la oración en los templos sagrados, en plena naturaleza, en la intimidad de la familia o en el secreto del corazón.
Los santos, tan diferentes entre sí, por edad, lugar, situación, ambiente, raza, psicología, época histórica, tienen un parecido admirable: todos son hombres y mujeres de mucha oración. María es la orante perfecta. Ella es la que mantiene en oración a la Iglesia. El amor silencioso que mantiene el alma, como explica San Juan de la Cruz, y le lleva a orar siempre, en el mismo orar de San Ignacio que nos manifiesta a Dios en las criaturas y a todas ellas en Él, para alcanzar el amor en la oración silenciosa de la contemplación.
A diario lo experimentamos: cuando oramos estamos fervorosos, alegres, caritativos con los hermanos, y vencemos sin dificultad las tentaciones.
Sea nuestra decisión diaria no dejar de orar un tiempo fijo, y entregarnos a Dios en él. Lo demás se nos dará por añadidura.