jesusJosé Guerra Campos

El Domingo es por sí mismo casi la firma de que la Resurrección fue desde el principio considerada como un hecho. ¿Por qué? Porque el Domingo es la celebración de la Resurrección de Jesucristo y el día siguiente al Sábado, el día primero después del Sábado, «el octavo día», como decían los antiguos escritores. La celebración especial del Domingo, de este primer día después del Sábado, en las comunidades cristianas está ya registrada en los documentos más antiguos: en los Hechos de los Apóstoles, en la carta a los de Corinto, en que se refiere a la colecta que él espera que hagan en favor de las demás comunidades el día primero después del Sábado y, naturalmente, ya con su mismo nombre de Domingo, Día del Señor, en el Apocalipsis.

Hagamos un esfuerzo para superar la banalización en que hemos caído nosotros respecto a estos problemas de las fechas, porque para nosotros, que se celebre el Domingo el día octavo, el séptimo, el quinto… casi todo nos parece indiferente o convencional. Pero debemos notar que estamos en un ambiente judío, y no es difícil advertir que el apego de la mentalidad religiosa judía al Sábado precisamente, es algo impresionante. Superar este apego es casi imposible. Todo el Evangelio está lleno de la polémica y las tiranteces de los enemigos de Jesús por razón del Sábado.

Sin ir a los judíos, ¿no conocemos todos algún tipo de secta cristiana contemporánea, que se ha aferrado fanáticamente a que es contra la Ley de Dios nuestra celebración del Domingo, porque infringe la vieja ley del Sábado implantado por el Señor y, por tanto, intocable? Teniendo a la vista este hecho, hagamos una consideración bien elemental: si en los tiempos primeros la referencia a la Resurrección fuera primordialmente una idea, una convicción o un gesto interior acerca de que Jesús vive, de que no ha sido dominado por la muerte, de que, a pesar de la muerte, es el Señor, ¿por qué razón entonces esta idea iba a provocar el desplazamiento del Sábado, que es un hecho casi imposible psicológicamente, en el ambiente en que estamos situados ? ¿Por qué precisamente al día siguiente al Sábado, al día octavo?

No tiene sentido ni tiene posibilidad ninguna (ni siquiera se les ocurriría) relacionar una idea con un día determinado de la semana, y en el supuesto de que se les ocurriese, lo normal sería relacionarlo, en todo caso, con el mismo Sábado. Era el Día del Señor, era el Día Santo, ¿por qué cambiarlo? La respuesta es sencilla: Porque ese día siguiente al Sábado sucedió el hecho decisivo. Y, así, resulta que la misma posición tangible para nosotros del Domingo, en la entraña de las celebraciones cristianas, es por sí misma una manifestación del carácter histórico con que fue vivida desde el comienzo la Resurrección de Jesús. No digo ahora el carácter histórico que tiene la Resurrección, sino del carácter histórico con que fue vivida, porque este es el punto clave y más que suficiente, según se advierte.

Converge también sobre esta afirmación de la facticidad, de la prioridad del hecho sobre la idea, este otro hecho tan sensacional de la Sábana Santa de Turín, del que hablaré en otro momento.

Así pues, repitiendo lo que decíamos al comienzo, en las fuentes apostólicas, en todos los múltiples datos e indicios que convergen para darnos a conocer substancialmente la actitud, los criterios, el sentir, las convicciones de la comunidad y de las comunidades cristianas de los años treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta, empalmando con el mismo Jesús, estas fuentes presentan este orden de factores: primero, la experiencia y el testimonio de los Apóstoles; segundo, la fe de las comunidades. El testimonio aparece como causa y sostén de la creencia, no como fruto de la creencia.

Siendo ello así, en realidad los que estamos situados en esta corriente testimonial -también en virtud, claro está, de la luz de la gracia, que nos ayuda a superar las mil causas de ceguera y de oscuridad que impiden ver- no tenemos por qué sentir ninguna inquietud en cuanto a nuestra fe por las posiciones de los que dudan, de los que rehuyen, o de los que niegan el hecho de la Resurrección. Y no por desprecio, sino por la misma razón sencillísima por la que los compañeros de Colón no podían tomar en serio las especulaciones del gabinete de un estudioso de una afamada universidad que durante unos años se empeñase en negar la realidad del hecho, atribuyéndola a la fantasía creadora de los viejos relatos, que es exactamente el sistema: igual que sucede cuando salimos al extranjero y nos topamos, tantas veces por desgracia -y los extranjeros encontrarán esto en España igualmente- con la ignorancia, la incomprensión o las afirmaciones absurdas sobre nuestra tierra, en virtud de las cuales yo he oído decir más de una vez, por ejemplo, que Galicia era una tierra reseca, rugosa, sin una brizna de hierba, etc.

No nos impresionaremos, trataremos de comprender cómo han surgido esas ideas falsas y de verlas con benevolencia si hace falta (alguna explicación tendrán, no nos vamos a pelear), pero ciertamente no vacila nuestra seguridad experimental. ¿Por qué habría de vacilar? No es, pues, por desprecio, sino porque conocemos los motivos, los cuales valdrán lo que valieren para justificar o no justificar, para explicar la falta de creencia, o la falta de atención de muchos, pero ello no afecta en nada a nuestro conocer. ¿A qué se debe? A que en realidad solo caben dos motivos para intentar justificar una huida, un desentendimiento o una negación, respecto a esta gran corriente testimonial a la que acabo de referirme. El primero -que nadie acepta, pero que fue propuesto en un cierto momento-es que, reconocido el carácter fáctico del testimonio que estos primeros cristianos dan (testimonio de un hecho experimental), se dice a continuación que es una hipótesis, que mienten y que el testimonio es falso, un fraude. Esto se atrevieron a decirlo únicamente en toda la Historia y de un modo muy tosco (dejando aparte las viejas acusaciones de Celso), unos cuantos autores del siglo XVIII: Reimarus o Voltaire. Pero digamos de paso que no sabían nada de lo que tenían entre manos, puesto que el estudio científico de los textos no había llegado a ellos.

Toda la inmensa corriente investigadora crítica de los siglos XIX y XX (contando incluso a los que no creen y a los autores que niegan encarnizadamente la Resurrección de Cristo), toda esta corriente de investigación crítica parte (y esto es un hecho bien interesante), de la afirmación de la sinceridad y la veracidad de los testigos, sin excepción conocida que valga la pena.

Si pasamos pues a este planteamiento (sinceridad y veracidad de los testigos), entonces -como ya se dijo- solo queda, para ser honrados, aferrarse a que no son testigos de un hecho, sino que son proclamadores de una idea, de un proceso de meditación idealizador, que dura años, decenios, al final del cual se da una visión retrospectiva sobre los antiguos y ya borrosos hechos de la vida de Jesús y entonces su historia, a esa distancia y a la luz de esta meditación creadora, se deforma inconscientemente, de buena fe.

Pero también es fácil advertir que para esta metodología e interpretación en la que los testigos no son considerados como tales (porque no se atreven a acusarles de fraude, ni siquiera de error grave substancial), se requiere una condición esencial y es que los testimonios que tenemos, las fuentes, sean tardías, para que a distancia más o menos de un siglo se pueda dar esta retroproyección que ve borrosa en la lejanía la situación histórica, ya no experimentada, no accesible de un modo inmediato. En otras palabras, toda esta corriente de pensamiento crítico que ha inundado el siglo XIX y se ha desbordado sobre el siglo XX (y que ha llenado millares y millares de páginas con una erudición pasmosa), todos al principio partían de la hipótesis, más o menos segura, de que no hay testimonios que nos lleven directamente a los años cincuenta, cuarenta o treinta del siglo primero, años en los que ciertamente vivían y actuaban numerosos testigos oculares.