D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973

P.: Pero, ¿eso no es un privilegio?

R.: Esto no es un privilegio, si entendemos estrictamente la palabra «privilegio». Diría que no lo es por muchas razones:

Primera: porque se trata de un servicio a todo el país, no de una excepción favorable a un grupo de personas. El grupo de personas, las que son miembros de la religión aludida, es el vehículo de un servicio que el Estado cree poder y deber ofrecer a todo el país. Como tal, no es un grupo privilegiado. De la misma manera que si un Estado estima que debe levantar el nivel de los conocimientos fisicomatemáticos de su país, aunque haya muchos habitantes que desprecien la física y las matemáticas, aunque haya mucha ignorancia y mucha desidia respecto de este saber, el Estado puede, y quizá debe, apoyar especialmente al grupo reducido de aficionados o de expertos en ciencia fisicomatemática, porque esto lo hace para bien de todos. En segundo lugar, tratándose de un país en que la mayoría, casi la totalidad, profesa una religión, la misma apariencia de privilegio se disipa.

En tercer lugar, esta razón también es válida, si un Estado reconoce la presencia de la revelación de Cristo y, por tanto, el valor supremo de la religión cristiana, tiene derecho a que este reconocimiento tenga su aplicación práctica (siempre, repito, sin infringir el respeto a la libertad de cada uno). Nótese que, con este planteamiento, el derecho a un apoyo especial en su difusión lo obtiene la religión revelada precisamente porque es la verdad y por el honor que se debe al mismo Dios.