José-Guerra-Campos-1Franco y la Iglesia Católica
José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Separata de la obra “El legado de Franco”

  1. Nota sobre el mote «Nacional-catolicismo»

Ante todo, lo que se quiere atacar con este mote no atañe directamente a Franco, sino a la Iglesia Romana en España. «Atacar»: porque no es un nombre que se hayan dado aquellos a los que se atribuye. Mientras el Catolicismo Romano se llama a sí mismo «Catolicismo Romano», y lo mismo cabe decir del Comunismo, del Fascismo, del Nacionalsocialismo, del Nacionalsindicalismo…, lo de «nacionalcatolicismo» es una caracterización hecha desde fuera, generalmente por discrepantes u hostiles: funciona casi siempre con intención malévola como nota denigrante, insinuando la carga de odiosidad que arrastra el nazismo o nacionalsocialismo. Por eso, aun cuando algunos eclesiásticos digan que ellos exponen y no insultan, terminan siendo fautores de ambigüedad. Con fragmentos de vocablos y actitudes levantan un modelo teórico de aparente coherencia, que sin embargo no hace honor ni a la lucidez ni a la justicia: pues no corresponde, a no ser en caricatura, al sentido de la realidad vivida.

Si el mote sugiere que el Estado de una nación reconoce la primacía de la inspiración católica, se trata de una enseñanza general de la Iglesia sobre la subordinación de los valores civiles a valores morales y de fe, dejando a salvo la autonomía de lo político.

Si se objeta una identificación de lo católico con lo «nacional», como degradación nacionalista o galicana y como incompatible con el «valor religioso universal del Misterio de Cristo», la injusticia es sangrante. Primero, porque la Iglesia de España en los años 1939-1975 se caracterizó por la romanidad, en uno de los grados más altos de toda su historia; y la romanidad equivale a independencia y universalidad. Y nadie bien informado desconoce que también era expresión de romanidad (Papas Pío XI y Pío XII) lo del Estado católico, con una legislación declarada «conforme a las enseñanzas de la Sede Apostólica». Lo peculiar en España no era una «idea» española; era la decisión de cumplir lo que el Derecho Universal de la Iglesia proponía como debido y deseable en todos los países católicos. El mote, además de ser antirromano, es injusto con la historia de la Iglesia: porque el catolicismo fomentado en una nación ha sido una y otra vez la plasmación de un valor universal, recibido conscientemente de los evangelizadores venidos de fuera; y en nuestro caso’, la referencia ideal a una tradición histórica de España, como la del siglo XVI, nos lleva precisamente a un «nacional-catolicismo» que fue el máximo promotor de catolicidad y del Derecho Internacional o de Gentes.

Una cierta identificación histórica entre España y el Catolicismo la expresó con adhesión fervorosa, al principio de la guerra, un conocido testigo sobreviviente: Monseñor Tarancón, quien, adoctrinando a la Acción Católica en 1938, hablaba de «forjar la España grande y católica que todos deseamos, reencarnación gloriosa de aquella España tradicional en la que el sentimiento religioso y el sentimiento patriótico se fundían en un solo anhelo». No habla de una identidad «esencial», sino de una historia de identidad, que se aspira a reavivar. La referencia estimulante a una tradición histórica es la misma con que el Papa Juan Pablo II invita hoya Europa a redescubrir sus raíces cristianas: por lo que se podría acuñar el vocablo «Euro-cristianismo», el cual, visto con ojos de Iglesia y de historia, no consiente caricaturas. En todo caso, la referencia a la tradición española no es diferente de la que el mismo Papa y la cultura católica francesa hacen a Francia como «nación primogénita» de la Iglesia.

Un cierto clima de exaltación esperanzada es legitimo en quienes están en el combate. En realidad, el «Por el Imperio hacia Dios», glosado por hombres como el P. Llanos, no decía nada diferente de lo que enseña el Concilio: «Aunque hay que distinguir progreso temporal y crecimiento del reino de Dios, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios» (G.S. 39). La hinchazón literaria de esta o aquella pluma no cambian la verdadera posición de la Iglesia. Un triunfalismo mayor y más deformante ha alborotado muchas plumas eclesiásticas con pretexto «conciliar»; y no sería justo reducir el Concilio Vaticano II a esa algarabía.

El tono de entusiasta afirmación pública y de evocación de tiempos de fidelidad a la Causa de Cristo no es una creación del tiempo de Franco ni un salto aislado hacia la Edad Media. Era continuación del tono vigente en los primeros decenios del siglo, revivido en la República, como confesión de Fe y reconquista de la presencia de la Iglesia frente al-intento decimonónico de desterrar lo religioso de la vida pública. Enlaza con la Consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, hecha por Alfonso XIII en el Cerro de los Ángeles (1919), con la vibrante «confesionalidad» impulsada por San Pío X y por Pío XI («Viva Cristo Rey»), y con el sentido de restauración pública social que guiaba a la Acción Católica. Y era algo común a todo el mundo católico, de lo que son muestras los Congresos Eucarísticos Internacionales, la Francia del Sagrado Corazón de Montmartre, el Cristo del Corcovado en Río de Janeiro, y tantas otras. Por lo que se refiere al sentido hondo de esa exaltación, un Obispo español mártir, el de Cuenca, hablaba en 1929 de un «reinado de Cristo, que huye cuando le quieren hacer Rey terreno, y deja en cambio las 99 ovejas para ir a buscar a la única descarriada, cuando se trata de las almas».

Lo del «palio» para el Jefe del Estado era continuación de la práctica del tiempo de la Monarquía. El privilegio de imponer la birreta en nombre del Papa a los Cardenales lo tenían igualmente otros Jefes de Estado, como los de Portugal, Italia y Francia (ésta, con su separación Iglesia-Estado).

Hablar, sin más, de «estructura ideal anacrónica, incapaz de fundamentar un desarrollo moderno» supone cerrar los ojos ante el hecho de que con el «nacionalcatolicismo» se ha producido el máximo desarrollo en la historia moderna de España.

No podía faltar quien hiciera responsable al «nacionalcatolicismo» de la persistente fractura entre las «dos Españas«, valorada como lacra española, y medida no por referencia al optimum deseable sino por comparación con Europa, supuesta encarnación del ideal. Pero, tan agudos o más que en España, había y hay dos Francias, dos Italias, dos Europas: en virtud de una escisión, secuela de las grandes guerras de Religión y de Revolución de los siglos XVI-XIX, que actuó en forma de guerra civil larvada, pero violenta, en la guerra europea de 1939-1945. La sangre derramada de manera turbia al terminar la guerra internacional, -por ejemplo, en Francia- y la fractura antecedente y consiguiente relativizan mucho lo de España.