D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
El Papa nos ha advertido sobre una infiltración extraordinaria del demonio en la hora presente de la Iglesia: es un ataque, desde el interior, a las raíces del ser mismo de la Iglesia y de la religión.
¿Cuál es el sentido de ese ataque radical, según las continuas enseñanzas del Papa? El día de San Ignacio (1) lo resumíamos en tres pretensiones descaradas (sin olvidar que les preparan el camino otras más disimuladas y ambiguas): la primera, vaciar la fe de su contenido revelado y confundirla con una corriente de opiniones y deseos de este tiempo; la segunda, prescindir de la constitución divina de la Iglesia, para reinventar una nueva; la tercera, reducir la misión de la Iglesia a una acción temporal, de carácter político revolucionario.
Anunciamos que otro día procuraríamos explicar un poco estas formas de la tentación diabólica. Comencemos hoy por la primera, con la ayuda de la Virgen María, vencedora de la serpiente.
El vaciamiento del contenido o de las verdades de la fe es un efecto del desinterés por aquellas realidades vivas, anteriores y superiores a nosotros, de las cuales se alimenta nuestra vida personal. La fe se empobrece, hasta reducirse a pensamiento humano, como simple creador de nuestros planes de acción.
Suele empezar todo por una desgana misionera en relación con los demás. Y suele cubrirse con una apariencia de bien, por deformación de una verdad. ¿Qué verdad es ésta? Que la revelación predicada por la Iglesia no cae en un vacío: Dios prepara el corazón de los hombres sembrando en ellos valores espirituales. La Iglesia se goza porque estos valores, que vienen de Dios, conducen a Dios, y por lo mismo disponen al hombre para recibir la palabra divina. Los que sin resistencia culpable ignoran la revelación pueden salvarse, si siguen de buena fe la voz de Dios que resuena en su interior; pero no por ello la Iglesia se siente menos urgida a proponer el mensaje de Cristo, luminoso y alegre, que confiere todo su sentido a los valores del corazón sincero, los hace conscientes, los purifica y los eleva. Como dijimos en otra ocasión (2), la buena fe del no creyente apunta hacia la fe, y la Iglesia le sale al paso con su acción misionera.
Notas:
(1) Ver capítulo 16.
(2) Idem 10.