D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973

P.: Entonces, ¿esos límites puestos a la libertad no entrañan el peligro de frustrar la propia libertad?

R.: Creo que no. Al contrario. ¿Me permite un ejemplo, aunque sea un poco elemental? (Asentimiento.) Supongamos que se presenta una enfermedad (no hace falta dar ningún nombre). Hay, como es lógico, inquietud y deseo impaciente de los enfermos, o de los posibles enfermos, por poner el remedio. Ante esta situación caben las siguientes actitudes y respuestas o reacciones, por parte de los demás o, en nuestro caso, por parte del Estado o del poder público:

Primero: que no se conozca un remedio suficiente, definitivo, para tal enfermedad. En esta situación mucha gente, llevada de prejuicios o de influencias más o menos ocultas, se dedican a tantear en la sombra y a aplicarse remedios más o menos extraños. Quizá los hombres científicos descalifiquen esos supuestos remedios. ¿Cuál es la obligación del Estado, que cuida de la sanidad pública, ante la actitud de esas personas que buscan a ciegas, y quizá equivocándose el remedio para su enfermedad? Ante todo: respeto. Cada uno hace con su enfermedad y con su salud lo que estima conveniente.

Segundo: pero si el que se aplica estos remedios, más o menos supersticiosos o equivocados, invade la esfera de los demás y comienza a difundir un determinado remedio, que no solamente no es seguro, sino que es claramente nocivo (una especie de medicación venenosa), el Estado interviene para limitar o restringir esa difusión; porque tiene que defender los derechos de los demás, por lo menos de los incautos, los niños, los ignorantes.

Tercero: como no se conoce un remedio definitivo, además de los que se dejan llevar de prejuicios, de inercias más o menos tradicionales, es normal que otros hombres se dediquen a investigar con metodología más segura y científica. Obligación del Estado es respetar, promover, ayudar esa investigación, sin erigirse en juez, y remitiéndose al juicio de los técnicos o investigadores.

Queda aún una última actitud, digna de atención: si se ha hallado un remedio, el Estado puede y debe respetar la libertad de los que siguen investigando otros distintos; pero tiene igualmente la facultad, y quizá el deber, de proteger de modo especial la fabricación, distribución y recomendación del remedio comprobado, aunque sólo fuera paliativo o remedio parcial, y, mucho más, si fuera un remedio de plena eficacia.

Hay, pues, una escala de actitudes que, lejos de ser limitación de la libertad, aunque lo parezcan en alguno de sus grados, son la garantía de la libertad: siempre que se entienda por libertad -repito- no sólo respeto a la autonomía o «real gana» de cada uno, sino la ayuda a aquellos que libremente quieren buscar remedio y, si lo encuentran, utilizarlo.