D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
Y en 1967, hablando a los militantes del apostolado seglar, con palabras reiteradas luego en 1969 para todos los fieles españoles, se les proponía a éstos, como obligación absoluta, lo siguiente:
«Los fieles, al mismo tiempo que colaboran con todos los hombres, aun los no creyentes, en la recta ordenación de las cosas temporales, evitarán a toda costa contribuir a los planes de quienes intentan desterrar a Cristo de la vida humana”.
Mis queridos hermanos, en el mismo documento en el que se recogían estas palabras, el episcopado español -subrayando una de las muchas exigencias de la fe cristiana en su proyección social- escribía lo que sigue: «Los ciudadanos de un país consagrado al Señor no pueden permitir con pasividad que la atmósfera social sea contagiada por factores que la hagan irrespirable para la fe y la vida moral de sus hermanos, en particular los más indefensos”. (Ver también Humanae Vitae, núms. 22 y 23).
Quisiera terminar con dos peticiones al Señor. Una de perdón. Este pueblo nuestro recibió desde el principio la luz de la estrella y, gracias al Señor, esta estrella ha irradiado en tantas partes del mundo. España como comunidad y en muchas ocasiones ha sabido valorar, como le corresponde, la primacía de la fe y, por eso, no tiene por qué lamentar ahora el haber invertido tantos esfuerzos suyos en la acción misionera. Pero… ¡cuánto falta, Señor, para que la estrella brille con toda su pureza; para que dé todo el rendimiento que Cristo espera de nosotros! También con palabras del episcopado español, en 1969, pidamos perdón al Señor por los pecados que se oponen al reinado de Cristo en nuestra patria, pecados que expresaba así: «Incredulidad, pasividad apostólica, omisión culpable de los deberes de colaboración ciudadana, profanación de la santidad familiar, odio, resentimiento, violencia, impureza, enriquecimiento injusto, falsedad, escándalo, falta de amoroso respeto a los hermanos”.
Segunda petición: Que mientras el Señor nos va purificando de nuestros pecados, que confesamos humildemente, y en medio de los pecados mismos, nos mantenga el don supremo de la fidelidad a Cristo.
El mundo dicen ahora que cambia. Cambia siempre. En medio de los cambios más o menos acelerados, que sepamos discernir lo que contribuye a implantar más hondamente en las almas la presencia de Cristo, y que sepamos rechazar lo que tiende a oscurecerla por entronización de la autosuficiencia humana, por mucho que aduzca valores de origen divino; porque lo son, pero si se emplean contra Dios, configuran una actitud satánica.