Antiguo socialista y ateo, después periodista del conocido diario católico «Le Figaro», publicó en 1969 Dios existe, yo lo he encontrado» -con 200.000 ejemplares en seis meses; traducido al alemán en 1970 y en 1971 al castellano-. Es la fascinante historia de su conversión, que presentamos:
Antecedentes biográficos: pagano hasta los veinte años
París, verano de 1934. Son las cinco de la tarde. Dos jóvenes periodistas paran su viejo auto ante una iglesia. Uno de ellos entra en ella. El otro, ni creyente ni siquiera cristiano, se queda esperándole. Se llama André Frossard y tiene veinte años. Su padre, convencido y ferviente militante marxista, a los treinta y un años fue el primer secretario general del partido comunista francés; luego, desengañado del comunismo, como socialista llegó a ministro en varios gobiernos. André nació en el único pueblo francés con sinagoga y sin iglesia: Foussemagne (Lorena). Su abuelo, ateo absoluto -ni se planteaba la existencia de Dios, como a nosotros no nos preocupan las hadas-, se había casado con una judía. Muerto aquél, gobernaba la abuela en la casa durante la infancia de André, pero toda su familia profesaba el más fervoroso ateísmo y socialismo o republicanismo radical; lo mismo que la familia de su madre, de origen protestante. No muy estudioso y bastante bohemio, André terminó entrando en un periódico gracias a las amistades de su padre. Respetuosos con la conciencia del niño, sus padres no le bautizaron ni le enseñaron ninguna religión: él debería elegir cuando tuviese veinte años. Y Dios esperó el plazo fijado: a los veinte años intervino.
La hora inesperada de dios
Día 8 de julio. Son las cinco de la tarde. Volvamos al viejo auto parado-ante la capilla de las Hermanas de la Adoración Reparadora. De sus antecedentes religiosos André nada puede recordar, no los tuvo. NL tampoco muchas buenas acciones. La espera le aburre, sale del coche y entra en la capilla. Una nave vulgar: los fieles agrupados en la penumbra de la entrada. Más allá los bancos de las religiosas con velos negros. Al fondo el altar lleno de luces y adornos. En su centro algo que no conocía: estaba el Santísimo expuesto. Cantan unas plegarias que acaban con el «Gloria Patri» -tampoco sabía que eran salmos-. Busca con la mirada a su amigo sin encontrarlo. Y… escuchemos, con el escalofrío de lo sobrenatural, sus mismas palabras:
«Antes que nada, me son sugeridas estas palabras: VIDA ESPIRITUAL. No me son dichas, no las formo yo mismo; las escucho como si fueran pronunciadas cerca de mí, en voz baja, por una persona que vería lo que yo veo aún. La última sílaba de este preludio murmurado alcanza apenas en mí la orilla de lo consciente… No digo que el cielo se abre; no se abre, se eleva, se alza de pronto, fulguración silenciosa, desde esta insospechada capilla en la que me encontraba misteriosamente incluido. ¿Cómo describirlo con estas palabras huidizas?.. El pintor a quien fuera dado entrever colores desconocidos, ¿con qué los pintaría? Es un cristal indestructible, de una transparencia infinita, de una luminosidad casi insostenible -un grado más me aniquilaría- y más bien azul; un mundo, un mundo distinto, de un resplandor y de una densidad que relegan el nuestro a las sombras frágiles de los sueños incompletos. Él es la realidad. Él es la verdad; la veo desde la ribera oscura donde aún estoy retenido: hay un orden en el universo, y en su vértice, más allá de esta bruma, resplandece la EVIDENCIA DE DIOS. La evidencia hecha presencia y persona de Aquel mismo a quien yo negaba un momento antes, a quien los cristianos llaman Padre nuestro, y que me doy cuenta es dulce; con una dulzura… capaz de hacer que estalle el corazón más duro que la piedra. Su irrupción, abierta, plena, va acompañada de una alegría que es la exultación del salvado, el gozo del náufrago recogido a tiempo; con la diferencia que en el momento en que soy izado hacia la salvación es cuando me hago consciente del lodo en que, sin saberlo, estaba hundido, y me pregunto, al verme aún con medio cuerpo atrapado por él, cómo he podido vivir y respirar allí. Al mismo tiempo me ha sido dada una nueva familia, que es la Iglesia, que tiene a su cargo conducirme a donde haga falta que vaya…»
El alborozo de descubrir a Dios
A las cinco y cuarto, André salía de la capilla con su amigo. No pudo contener su confesión rotunda: «Soy católico», y remachó: «apostólico y romano… Dios existe y todo es verdad». La iluminación intelectual había disipado las tinieblas de su mente y la fe daba coherencia a todas las verdades religiosas. No es excepcional este estado. Es el normal de todo cristiano con profunda fe y vida espiritual de unión con Dios -aunque la mayoría de los cristianos no lo alcancen por su descuido- o Lo prodigioso fue la forma de producirse aquella iluminación: de golpe. Sin todos los razonamientos Y hábitos usuales. Sintiendo repentinamente a Dios de forma sobrenatural y mística. El mismo André lo había manifestado poco antes, precisamente para negar ciertas conclusiones religiosas: si se admite a Dios, no hay razón para rechazar todo lo demás. Efectivamente, si existe Dios ¿qué tiene de extraño que haga cosas admirables e incluso par~ nosotros incomprensibles? En realidad, más extraño sería que existiendo el Todopoderoso, el Creador, no tuviese nunca ninguna intervención en la vida de los hombres. Al penetrar de pronto en este mundo recién descubierto, parece, y Frossard lo sintió así, como si uno volviera a empezar la vida, otra vida: hasta el sol y el aire parecen distintos.
Cambio de carácter y reacción familiar
André Frossard testifica también que se operó en él una revolución extraordinaria, cambiando en un instante su manera de ser, de ver, de sentir, transformando radicalmente su carácter y su conversación. La víspera era un joven capaz de todos los desórdenes esperados a su edad. De la noche a la mañana, el cardo florecía de rosas, como él mismo dice. Su familia, incapaz de comprender la realidad religiosa, lo juzgaron hechizado e hicieron examinar por un médico amigo y ateo. Su diagnóstico fue: enfermedad psíquica corriente, de síntomas claros, aunque de naturaleza todavía desconocida; pero la investigación sobre ella va avanzando. No es peligrosa. La fe no ataca la razón. Basta esperar dos años. Evoluciona y se pasa sin dejar huellas. No estuvo muy acertado el doctor. Treinta y cinco años más tarde, aún exclama el extraño paciente: «Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca se me desvanece la existencia de Dios».
Su entrada en la Iglesia y en el apostolado
La repentina iluminación mística transformante duró un momento, pero, cosa notable, se repitió durante un mes: «Cada mañana volvía a encontrar, con éxtasis, aquella luz que hacía palidecer el día, aquella dulzura que nunca habría de olvidar y que es toda mi ciencia teológica…». Sin embargo, cada día fue perdiendo intensidad el fenómeno, hasta que cesó.
Buscó un sacerdote que le instruyera en el cristianismo, del que nada sabía. Halló la doctrina católica como la esperaba-y la recibió con alegría, sin dudar que «era cierta la última coma, y yo tomaba parte en cada línea con un redoble de aclamaciones, como se saluda una diana en el blanco». Una sola cosa le sorprendió: la Eucaristía. No por increíble, sino por lo admirable que el amor de Dios hubiese encontrado ese medio sublime de comunicarse. Fue para él, de todo el tesoro cristiano esparcido ante sus ojos deslumbrados, el don más hermoso. Nadie que descubre tales maravillas puede resistir el impulso de comunicarlas. San Pablo no cesó de cruzar el Mediterráneo de punta a punta. San Francisco Javier llegó hasta la India y el Japón. Frossard relata con palabras impresionantes que él y. su amigo confidente católico, también periodista, estaban «cargados hasta irnos a pique de riquezas que, nos dábamos cuenta, a nadie interesaban. Éramos dos Colones vueltos de América en medio de la indiferencia general… Unos no creían en su descubrimiento, otros decían conocerlo ya, ¿sería posible?, pues apenas lo estimaban». A un compañero de redacción, ávido de participar en su secreto, le contestaron que si quería alcanzar la fe, fuese durante un mes todos los días a Misa de seis. Pasó el mes sin conseguir la fe… pero ya no podía pasar sin ir todos los días a Misa, y acabó entrando y perseverando en el redil. Dios tiene para cada cual su camino.
El acento, las circunstancias, la personalidad y honradez del autor son prueba suficiente de su veracidad. Para terminar, la pregunta que algún indiscreto le dirigió y él repite: «¿Por qué usted?» La respuesta es que no hay respuesta. He sido un muchacho vulgar y además con algunas debilidades… La gracia no hace acepción de personas… Lo que me ha sucedido puede suceder a todo el mundo…, al lector mañana mismo, quizá esta tarde, con seguridad algún día». Así es. La gracia de Dios nos espera siempre. A cada cual en su camino único, irrepetible, planeado con todo amor para él ya su medida, por el Padre nuestro que está en los cielos.
TENEMOS CON EL SEÑOR UNA MADRE COMÚN, LA MADRE DEL CRISTO TOTAL, decía San Agustín. Es un don de. Dios incomparable que haya querido que la Virgen María sea Madre de Jesús, Hijo de Dios, y también Madre nuestra. Lo mínimo que podemos hacer para acordarnos de Ella, es rezar cada mañana y cada noche las TRES AVEMARÍAS para pedirle la salvación eterna. Nadie se ha arrepentido de haberlo hecho.