Hagamos una apuesta. Ignoro si el que lee esta hoja es católico o ateo. Es igual. Aquí se trata de probar algo que no falla. Es cosa que cada día malgastamos tiempo en actividades más o menos discutibles. Pues aquí se te ofrece una oportunidad. Se trata que pruebes lo siguiente: dedicar quince minutos a hablar con Cristo ante un Sagrario. Entra en cualquier iglesia. Y allí donde está el Sagrario, sentado o arrodillado, desgrana la lectura de lo que a continuación seguirá. Si tienes fe, te será fácil. Si eres tibio, indiferente, apartado de las cosas de Dios, acepta este desafío. Te concentras con atención, y con palabras que surjan de tu sinceridad, re-corre estas líneas y pídele a Cristo lo que más te falte: la fe, tu salud, por tus padres, por tu mujer, por tu marido, por la paz del mundo, por cualquier problema que te atosigue. Pruébalo durante un mes cada día. Si al cabo de un mes te parece que no has hecho nada, lo dejas. Pero es pro-bable si lo haces con honradez, que descubras en estos quince minutos una serie de horizontes formidables para tu vida. Te lo decimos sin ningún interés material. Y se pierden cada día tantos pedazos de tiempo en cosas estúpidas, que estos quince minutos te serán sumamente rentables. Es cuestión de probarlo. No pierdes nada en hacerlo y puedes ganar lo que no te figuras en esta experiencia.
Entra en una iglesia
Te presentas ante el altar en que está el Sagrario, siempre guardado y velado por una lámpara encendida. Y allí, pausadamente, reflexiona y entretente en lo que a continuación se te ofrece:
«No es preciso hijo mío, saber mucho para agradarme mucho, basta que me ames con fervor. Háblame, pues, aquí, sencillamente, como hablarías al más íntimo de tus amigos, como hablarías a tu madre, a tu hermano.
¿Necesitas hacerme en favor de alguien una súplica cualquiera?
Dime su nombre, bien sea el de tus padres, bien el de tus hermanos y amigos; dime enseguida qué quisieras que hiciese actualmente por ellos. Pide mucho, mucho, no vaciles en pedir; me gustan los corazones generosos que llegan a olvidarse en cierto modo de sí mismos para atender a las necesidades ajenas. Háblame así, con sencillez, con llaneza, de los pobres a quienes quisieras consolar, de los enfermos a quienes ves padecer, de los extraviados que anhelas volver al buen camino, de los amigos ausentes que quisieras ver otra vez a tu lado. Dime por todos una palabra de amigo, palabra entrañable y fervorosa. Recuérdame que he prometido escuchar toda súplica que salga del corazón; ¿y no ha de salir del corazón el ruego que me dirijas por aquellos que tu corazón especialmente ama?
Y para ti, ¿no necesitas alguna gracia?
Hazme, si quieres, una como lista de tus necesidades, y ven, léela en mi presencia.
Dime francamente que sientes soberbia, amor a la sensualidad y al regalo; que eres, tal vez, egoísta, inconsciente, negligente… y pídeme luego que venga. en ayuda de los esfuerzos, pocos o muchos, que haces para sacudir de encima de ti tales miserias.
No te avergüences, ¡pobre alma! ¡Hay en el cielo tantos justos, tantos Santos de primer orden, que tuvieron esos mismos defectos! Pero rogaron con humildad, y poco a poco se vieron libres de ellos. Ni menos vaciles en pedirme bienes espirituales y corporales: salud, memoria, éxito feliz en tus trabajos, negocios o estudios; todo eso puedo darte, y lo doy, y deseo que me lo pidas en cuanto no se oponga, antes favorezca y ayude a tu santificación.
¿Traes ahora mismo entre manos algún proyecto?
Cuéntamelo todo minuciosamente. ¿Qué te preocupa? ¿Qué deseas? ¿Qué quieres que haga por tu hermano, por tu hermana, por tu amigo, por tu superior? ¿Qué desearías hacer por ellos? y por Mí, ¿no sientes deseos de mi gloria? ¿No quisieras poder hacer algún bien a tus prójimos, a tus amigos, a quienes amas mucho y que viven quizá olvidados de Mí?
Dime qué cosa llama hoy particularmente tu atención, qué anhelas más vivamente y con qué medios cuentas para conseguirlo. Dime si te sale mal tu empresa, y yo te diré las causas del mal éxito. ¿No quisieras que me interesase algo en tu favor? Hijo mío, soy dueño de los corazones y dulcemente los llevo, sin perjuicio de su libertad, a donde me place.
¿Sientes, acaso, tristeza o mal humor?
¿Quién te hirió? ¿Quién lastimó tu amor propio? ¿Quién te ha despreciado? Acércate a mi Corazón, que tiene bálsamo eficaz para curar todas esas heridas del tuyo. Dame cuenta de todo, y acabarás en breve por decirme que, a semejanza de Mi, todo lo perdonas, todo lo olvidas, y, en pago, recibirás mi consoladora bendición.
¿Temes por ventura? ¿Sientes en tu alma aquellas vagas melancolías, que no por ser infundidas dejan de ser desgarradoras? Échate en brazos de mi Providencia. Contigo estoy; aquí a tu lado me tienes; todo lo veo, todo lo oigo, ni un momento te desamparo.
¿Sientes desvío de parte de personas que antes te quisieron bien, y ahora, olvidadas, se alejan de ti, sin que les hayas dado el menor motivo? Ruega por ellas y Yo las volveré a tu lado si no han de ser obstáculo a tu santificación.
¿Y no tienes, tal vez, alguna alegría que; comunicarme?
¿Por qué no me haces partícipe de ella a fuer de buen amigo? Cuéntame lo que desde ayer, desde la última visita que me hiciste, ha consolado y hecho como sonreír tu corazón. Obra mía es todo esto, y Yo te lo he proporcionado; ¿porqué no has de manifestarme por ello tu gratitud y decirme sencillamente, como hijo a su padre: ¡Gracias, Padre mío, gracias! El agradecimiento trae consigo nuevos beneficios, porque al bienhechor le agrada verse correspondido.
¿Tienes alguna promesa que hacerme?
Leo, ya lo sabes, en el fondo de tu corazón. A los hombres se los engaña fácilmente; a Dios no; háblame, pues, con toda sinceridad. ¿Tienes firme resolución de no exponerte ya más a aquella ocasión de pecado, de privarte de aquel objeto que te dañó, de no leer más aquel libro que exaltó tu imaginación, de no tratar más a aquella persona que turbó la paz de tu alma?
¿Volverás a ser dulce, amable y condescendiente con aquella otra, a quien por haberte faltado, has mirado hasta hoy como enemiga? Ahora bien, hijo mío; vuelve a tus ocupaciones habituales: al taller, a la familia, al estudio…, pero no olvides los quince minutos de grata conversación que hemos tenido aquí los dos, en la soledad del santuario. «Ama a mi Madre, que lo es también tuya, la Virgen Santísima».
Si te decides a esta práctica, encontrarás algo insospechado para tu vida. El Papa San Juan XXIII, en su «Diario del alma», dice así: «Cada vez que oigo hablar del Santísimo Sacramento, percibo una impresión de inefable alegría. Siento como una oleada de amables recuerdos, de dulces afectos y gozosas esperanzas, que se comunican a toda mi pobre persona, que me sacuden, llenándome el alma de suave ternura. Son llamadas amorosas de Jesús -que me quiere todo suyo-, allí donde está la fuente de todo bien, junto a su Sagrado Corazón, misteriosamente palpitante tras los velos eucarísticos… Mi vida me parece destinada a desenvolverse a la luz irradiante del Sagrario. Quiero que mi devoción a Él, oculto en el Sacramento del Amor, sea el termómetro de todo mi progreso espiritual… Hacerlo todo en unión íntima con el Sagrado Corazón de Jesús Sacramentado».
DE TODO EL INMENSO TESORO DE GRACIAS QUE NOS TRAJO CRISTO, NO HAY NADA QUE, SEGÚN ETERNOS DESIGNIOS, NO SE REPARTA POR MEDIO DE MARÍA, dijo el gran Papa León XIII. Y las gracias de María se prodigan singularmente en los que rezan, con fe y sin rutina, las TRES AVEMARÍAS cada mañana y cada noche, pidiendo su salvación eterna.
