san francisco de salesSan Francisco de Sales

«San Francisco de Sales, dice el Obispo de Belley, no quería que jamás se desesperase del arrepentimiento del pecador hasta el último suspiro, diciendo que esta vida era el camino de nuestra peregrinación, en el que los que estaban en pie podían caer y los que caían podían, por la gracia, levantarse y, como los gigantes de la fábula, volverse a levantar más fuertes después de su caída, sobreabundando la gracia, donde había abundado el pecado.

E iba aún más allá, porque, aun después de la muerte, no quería que se juzgara mal de aquellos que habían llevado mala vida, sino sólo de aquellos de cuya condenación estamos seguros por la verdad de las divinas Escrituras. Fuera de esto, no quería que se entrara en los secretos de Dios, reservados a su sabiduría y a su poder.

Vale la pena recordar la razón principal de la actitud del ilustre Doctor en esta grave cuestión: «Así como la gracia primera de la justificación, decía el sabio Obispo, no proviene del mérito de ninguna obra que la preceda, así la gracia última tampoco se concede al mérito.» Ahora bien; ¿quién es el que ha conocido la opinión de Dios y quién ha sido su consejero? Por esta razón el Santo quería que aun después del último aliento se pensara bien de la persona fallecida, por lastimosa que hubiera sido su muerte, porque nosotros no podemos tener más que conjeturas muy inciertas fundadas sólo en el exterior y en las que aun los más hábiles pueden equivocarse (1).

(1) Extracto de un opúsculo titulado: No hay que desesperar nunca de la salvación de los difuntos, publicado en Montligeon en 1898 y firmado por el Abate J. Girord, vicario general del Obispo de Séez.

Doctrina consoladora ilustrada con los hechos siguientes:

La gracia última

En un monasterio de la Visitación, en tiempos de la Madre Chanta (1)

(1) Santa Juana-Francisca Frémiot de Chantal (1572- 1641).

Había una humilde y santa religiosa que había sido antes célebre en la corte por su belleza y más tarde en el claustro por su vida de oración y de penitencia. Se llamaba María Dionisia de Martignat. Pues bien; esta religiosa tuvo un día la revelación siguiente:

Carlos Amadeo, duque de Nemours, al que ella había conocido tiempos atrás en la corte de Saboya, habiéndose batido en duelo con su cuñado, el duque de Beaufort, resultó muerto por tres tiros de pistola. El suceso llenó de desolación a toda la Saboya. Ahora bien; la mañana del día en que había tenido lugar este triste duelo, la Hermana de Martignat fue, deshecha en lágrimas, a echarse a los pies de su Superiora diciéndole: «¡Madre, vengo a decirle que el duque de Nemours se ha batido en duelo y ha quedado muerto instantáneamente. Pero, no temáis; porque en el instante que ha precedido a su muerte ha tenido tiempo de levantar su alma a Dios y obtener su perdón. Está en el Purgatorio, pero muy abajo. ¡Ay!, ¿quién podrá sacarlo?»

Y como la Superiora dudase creer en la salvación de aquella alma, la Hermana De Martignat dijo: “¡No tuvo más que un momento para cooperar a la inspiración de Dios, pero lo hizo!» Y añadía: «No ha sido su atención para con Dios lo que le ha atraído del Cielo ese precioso momento de gracia; ha sido un efecto de la comunión de los santos por la participación que ha tenido en las oraciones que se han hecho por él. La omnipotencia divina se ha dejado doblegar amorosamente por alguna alma buena y ha dado este golpe por encima de las leyes ordinarias de su santa conducta”.