Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941
A semejanza del fabuloso Alcides, que ahogó las sierpes en la cuna, vióse a San Fernando, alzado Rey en las Cortes de Valladolid, reprimir con blanda firmeza la anarquía señorial posesionada de Castilla durante el efímero reinado de Enrique I: reducir a quietud a los de Lara, avezados al desorden de tristes minorías y particiones anteriores; sofocar en su raíz la semilla de la herejía albigense, y levantar bandera contra los, sarracenos por aquel sistema de algaras o correrías anuales que de los árabes habían aprendido los nuestros.
No fueron las campañas. de San Fernando del número de aquellas empresas que maduró la fantasía antes que el entendimiento, y que por su grandeza misma hubieron de quedar casi estériles en la cuna, como la de Alfonso el Batallador, aproximándose a Granada, avistando las costas del Mediterráneo y trayéndose en rescate a la mayor parte de los infelices restos de los mozárabes andaluces, ni como la de Alfonso VII, asaltando el nido de los piratas sarracenos de Almería, con auxilio de las repúblicas marítimas de Italia y de la nuestra de Barcelona. Tales triunfos llevaban el carácter de aventuras por su índole misma, por la lejanía, del país conquistado, por la escasa fuerza con que se hicieron, por la imposibilidad de establecer puestos intermedios de defensa. Admirables y todo, aún lo eran menos que el esfuerzo de aquel condottiere burgalés que con una banda de mercenarios, que iban ganando su pan a expensas de moros y cristianos, había llegado a clavar su pendón en Valencia más de un siglo antes que la casa de Aragón. Pero aunque tales alardes sirviesen para demostrar la vitalidad de la grey cristiana, a la cual sólo faltaba la unión bajo un cetro poderoso para desarraigar la morisma de todo el territorio peninsular, nunca podían tener aquel éxito definitivo y completo que tuvieron las metódicas entradas del Rey Santo en tierra de Andalucía. Quien vea a Alfonso VIII coronado con los laureles de las Navas, es decir, de la mayor victoria lograda por la Cristiandad después de la de Carlos Martell en Poitiers, detenerse ante los débiles muros de Baeza, y levantar el cerco apremiado por el hambre, comprenderá todo el valor de aquel durísimo plan estratégico de razzias anuales con que San Fernando, a fuerza de talar campos, quemar olivares, descepar viñas, agostar alamedas y destruir y estragar la tierra de los musulmanes, fue haciendo avanzar su frontera desde 1224 a 1235 poniéndola hoy en Martos y Andújar, mañana en Priego y en Loja, al mismo paso que el Arzobispo D. Rodrigo se enseñoreaba para sí y sus sucesores de Quesada y del Adelantamiento de Cazorla. Porque fue sabia providencia del Santo .Rey aprovechar para su grande intento no sólo los recursos y fuerzas de la corona, harto exhaustos y mermadas por anteriores disturbios, sino todos los elementos de la vida social, entonces tan enérgicos y autónomos, alentando con Poderosos títulos la milicia municipal, y .señalando cada año de su reinado desde 1231 a 1234 con la concesión de muchedumbres de fueros y privilegios, entre los cuales los de Badajoz, Cáceres y Castrojeriz fueron los más notables. Los efectos de tal política se vieron pronto, cuando un golpe de gente arrojada, corriendo la tierra desde Andújar, llegó a introducirse en el arrabal de Córdoba, y allí se sostuvo heroicamente hasta que el Rey, cabalgando inmediatamente de saber la inesperada nueva, acudió en su auxilio con las milicias concejiles y las de las Ordenes militares, y completó la conquista de la ciudad en 29 de junio de 1236. No era ya aquella Córdoba la Córdoba del califato; pero fue de todas suertes hazaña semejante a milagro el lograrse en breves días, y casi sin efusión de sangre, lo que en otro tiempo no había podido conseguir la formidable insurrección de mozárabes y muladíes que acaudilló Ornar bena-Hafsum.