historiaMarcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941

Once años separan la conquista de. Córdoba de la de Sevilla. Durante este intervalo se entrega voluntariamente el reino de Murcia, tomando posesión de él el Infante D. Alfonso; ríndese Jaén, después de un sitio de ocho meses, en que se lidio» más contra la inclemencia del tiempo que contra la desesperada resistencia de los sitiados; , presta vasallaje el rey de Arjona, fundador de la dinastía de los naseríes; de Granada, avanza la Reconquista por el valle del Guadalquivir, cayendo sucesivamente en poder de los cristianos Montoro, Aguilar, Osuna, Morón, Marchena, y comienzan en «las marinas de Cantabria los preparativos de la grande empresa en que Castilla iba a estrenar sus fuerzas navales, embistiendo por mar y tierra la hermosa ciudad que había sido cátedra del grande Isidoro, y donde todavía parece que resonaban los acena tos de su imperecedera doctrina, no apagados ni aun por el eco de las conmovedoras elegías del rey Almotamid.

Cinco meses duró el cerco, con trances épicos dignos de que. Los hubiese eternizado el cantor de Ylión,  en vez de caer en las prosaicas manos de un Juan de la Cueva o de un conde de la Roca. El Aquiles y el Diomedes de tal epoyeya, fueron Garci Pérez de Vargas y el Maestre de Santiago, D. Pelayo Pérez Correa, de quien la tradición supuso, que, cual otro Josué, había detenido al sol en su carrera. El triunfo le decidieron las dos naos de Cantabria con que Ramón Bonifaz quebró la puente de barcas y las cadenas. De hierro que establecían la Coa municación entre la ciudad y el arrabal de Triana. Séame permitido conmemorar el triunfo como hijo de una de las villas marítimas en que aquellas naos se aprestaron: la Torre del Oro, la nave y las cadenas rotas figuran aun en nuestro escudo, y desde entonces miramos los montañeses con amor de segunda patria la tierra molle, lieta e dilettosa, bañada por el gran rio que en son de triunfo remontó nuestro primer Almirante…

«…Onde por todas estas razones la dio Dios al Rey Don Fernando.» (Crónica General.)

Diósela, en efecto, entregando las llaves el rey Axatos, y entrando en triunfo, no el humildísimo monarca, sino la Reina de los cielos, ya en su efigie de la Virgen de los Reyes, ya en alguna otra de las que continuamente acompañaban al Santo Rey en sus campañas.

Repoblaba la ciudad a fuero de Toledo, el repartimiento publica la generosa largueza con que el conquistador galardonó a sus compañeros animándolos con ello, si duda, a completar en breve plazo la sumisión del reino entero de Sevilla cayendo sucesivamente en poder de los nuestros y repoblándose de familias cristianas Jerez, Medina sidonia, Alcalá, Vejer, el Puerto de Santa María, Cádiz, Arcos, Lebrija y Niebla, «parte por combatimientos, parte por pleytesías», como la Crónica dice. Fuera del exiguo y tributario, reino de Granada, no quedaba  a los musulmanes en Andalucía ni un solo palmo de tierra, y eran tan grandes los pensamientos del Rey que cada día le incitaban a la empresa de África, y seguramente hubiera atravesado el mar y perseguido a los benimerines en las mismas vertientes del Atlas si Dios, que para probar la constancia de nuestra raza y depurarla en el crisol del infortunio, la reservaba todavía más de dos siglos de lucha y una nueva y formidable invasión mauritana, no hubiese llamado al cielo el alma de aquel gran soldado de la fe, que en sus documentos gustaba de llamarse con entera verdad «servidor é caballero de Cristo», «alférez del Señor Santiago, cuya seña tenemos» El transito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas  las grandezas de su vida. Con la soga de esparto al cuello y la candela encendida en las manos, desnudo de todas las insignias y atributos de la majestad, sintió anticipadamente el sabor de la eternidad y se lo hizo sentir a cuantos le rodeaban, bañándolos en lumbre y resplandor de glorias suprasensibles, y pareció que aun en esta vida se le abrían y mostraban patentes las puertas de diamante de la Jerusalén celeste, donde penetro como regio triunfador, a los sones del Te Deum laudamus, que le habían acompañado en sus Victorias; cubierto con el polvo de cien combates, ni uno solo contra cristianos.

Al morir, dejaba asegurada la Reconquista; ensanchado casi la mitad del territorio castellano con las tierras más fértiles, ricas y lozanas de España; abierto para Castilla el camino de los dos mares por larguísimas leguas de costa; fundada la potencia naval; inaugurado el comercio con Italia y aun con las postreras partes de Levante; atraídos por primera vez artífices y mercaderes a un reino donde antes sólo resonaba el yunque en que se forjaban los instrumentos del combate; floreciente el estudio de Salamanca, fundado por su padre, y el de Valladolid, que inauguró su madre;  respetaba donde quiera la ciencia de teólogos y Juristas; traducido en lengua vulgar el Fuero Juzgo y echados los cimientos de la unidad jurídica; triunfante el empleo de la lengua popular en los documentos  legales; comenzada en el libro de los doce sabios y en las Flores de philosophia aquella especie de catequesis moral por castigo e conseio que muy pronto había de completar Alfonso el Sabio, y, finalmente, cubierto el suelo de fabricas suntuosas en que se confundían las Últimas manifestaciones del arte románico con los alardes y primores del arte ojival, cuyo triunfo era ya definitivo. Entonces fue cuando el Arzobispo don Rodrigo dio comienzo a la gran máquina de la Iglesia metropolitana de Toledo, que le ha hecho aun mas inmortal que sus Historias y que su asistencia en las Navas; y entonces cuando el Tudense exclamaba en un rapto de entusiasmo, muy raro en la habitual sequedad de su prosa de analista: {< ¡ Oh, cuán bien aventurados tiempos en que el muy sabio Obispo D. Mauricio edifico su Iglesia de Burgos; el canciller del Rey, Juan, fundó la Iglesia de Valladolid, y después, siendo Obispo de Osma, edificó aquella catedral; Nuño, Obispo de, Astorga, hizo la torre y claustro y compuso su Iglesia; Lorenzo, Obispo de Orense, levantó la torre que hacía falta en su templo, y el piadoso D. Martín, Obispo. de Zamora, no cesaba de edificar monasterios, iglesias y hospitales. A todo esto ayudaban con larga mano el gran Fernando y su muy sabia madre Doña Berenguela, en mucha plata y piedras preciosas y ornamentos!»