Montserrat
Confusión permitido-lícito
Hecho, el análisis sincero de los procesos familiares y sociales provocados por las leyes de divorcio en otros países revela que éstas degradan la institución familiar gravemente. Incluso en pueblos altamente instruidos, suele fácilmente confundirse lo permitido con lo lícito, lo legal con lo moral. La legalización del divorcio viene a ser interpretada tácitamente como una legitimación del mismo. La libertad de optar por la estabilidad o la disolución crea un clima propicio a la pérdida de la conciencia de que el divorcio es moralmente ilícito. La equivocidad del verbo castellano «poder» favorece entre nosotros este peligroso deslizamiento de la posibilidad legal a la licitud moral. (Alfonso López Quintás – Manipulación del hombre en la defensa del divorcio)
Intención pura
En cierta ocasión comprendí, cuánto le desagrada a Dios la acción, aunque sea la más laudable, sin el sello de la intención pura; tales acciones incitan a Dios más bien al castigo que a la recompensa. Que en nuestra vida las haya lo menos posible, mientras en la vida religiosa no deberían existir en absoluto. (Santa María Faustina Kowalska – Diario – La Divina Misericordia en mi alma)
Ignorar el pecado
Como señaló Strauss, cada gran época de la humanidad se desarrolló a partir de un determinado arraigo en la tierra. La tierra que tenemos en mente es mucho más rica que aquella a la que se refería el profesor de Chicago, está formada por todo tipo de contribuciones positivas que se fueron acumulando con la conversión del Imperio romano a la religión católica. (Mons. Ignacio Barreiro Carámbula – Verbo)
La primera sociedad sin clases
En una sociedad sin clases no puede, evidentemente haber lucha de clases, pues lo impide la formación mecánica del bloque histórico. La primera sociedad sin clases auténtica de la historia es la sociedad de consumo, obra del progreso burgués, del capitalismo. (Aquilino Duque – Razón Española)
Los mismos principios políticos
Porque ahora, observadlo bien: si os fijáis en el conjunto de ese Parlamento Español y lo comparáis con el Parlamento francés o el italiano, veréis como, evidentemente, hay una composición distinta de partidos y grupos, muy diferentes en extensión; pero, como la cantidad no muda la especie, en cuanto a la cualidad persisten y están representados en ellos las mismas aspiraciones y los mismos principios políticos. (Juan Vázquez de Mella – El Verbo de la Tradición)
El fin natural y el sobrenatural
En segundo lugar, en la medida que la comunidad política está ordenada al bien común, está por lo mismo subordinada al bien, que no depende de ella, pues no le compete a la política establecer cuál es el fin de la vida humana, en qué consiste la perfección del ser humano. Lo que implica reconocer que el bien común no se reduce al “bienestar terreno de la comunidad”, aunque sea el bienestar moral, pues la vida virtuosa no es un fin sí misma, o sea, no es el fin del hombre, sino que es “en función del fin último (del hombre) que es la fruición de Dios”. Tesis que está en un todo de acuerdo con la enseñanza tomasina que entiende el fin natural ordenado y en función del fin sobrenatural, la vida buena temporal ordenada y en función de la vida bienaventurada, que no depende de la comunidad política sino de la Iglesia (Juan Fernando Segovia – Verbo)
Caridad contra verdad
“¡Ya pareció aquello!”, exclamaremos nosotros a nuestra vez. Ya se nos echa en rostro lo de la “falta de caridad”. Vamos, pues, a contestar también a este reparo, que es para algunos el verdadero caballo de batalla de la cuestión. Si no lo es, sirve a lo menos a nuestros enemigos de verdadero parapeto. Es, como muy a propósito ha dicho un autor, hacer bonitamente servir a la caridad de barricada contra la verdad. (Sardá y Salvany – El liberalismo es pecado)
En la carta a los Gálatas, dice San Pablo: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (2, 20).

Fijaos cómo el conde de Ribagorza, cuarto vástago de Jaime II y humilde fraile franciscano, fray Pere de Aragó, acude a textos bíblicos para justificar la existencia de las cortes catalanas. Pensad cómo el arzobispo tarraconense Pere de Çagarriga demostraba no hay gobierno justo si falta la libertad de los ciudadanos, al contestar a la “proposició” real o discurso del trono que diríamos hoy en las cortes barcelonesas del 4 de enero de 1412, tesis repetida por el abad Juan de Poblet en la sesión del 17 de octubre de 1414 sobre bases senequistas por el prelado barcelonés Simó Salvador el 19 de octubre de 1442. Memorad las audacias ideológicas del obispo de Elna, de la Elna del Rosellón irredento, fray Francisco Eiximenis, en una serie de tratados cuyo valer todavía no está reconocido en sus méritos excepcionales. Y tener presente sobre todo a los incomparables juristas de los días de Alfonso el Magnánimo, a Jaume Callís, a Tomás de Mieres, a Jaume Marquilles y Antonio Amat, pléyade gigantesca cuyos nombres son suficientes para inmortalizar a un pueblo entero y cuyas ideas son las nuestras, las que enarbolamos aquí, porque son las doctrinas verdaderamente catalanas, las que levantamos frente a esos destacados a que antes me refería, dados a renegar con vilezas de menosprecio de una historia cargada de tantas magistrales pesadumbres.
En 1917 la política antirreligiosa se aceleró con el gobierno del presidente Venustiano Carranza, que había derrotado a los célebres caudillos revolucionarios Pancho Villa y Emiliano Zapata, pero que él mismo era totalmente anticlerical. Promulgó la Constitución de 1917, muy antirreligiosa que prohibía la enseñanza religiosa y nacionalizaba los bienes eclesiásticos. Pío XI la condenó duramente en su encíclica Iniqus Affictisque en 1926. El notablemente corrupto Carranza fue derrocado por el general Álvaro de Obregón en 1920, siendo muerto por uno de sus oficiales. Obregón, también antirreligioso, gobernó hasta 1924, año en que llegó al poder el general Plutarco Elías Calles, cuyo gobierno se caracterizará por una brutal persecución anticristiana. (Javier Navascués Pérez)