Una Epopeya misionera
Padre Juan Terradas Soler C. P. C. R
III
REPAROS QUE A ESPAÑA PUEDEN HACERSE EN SUS CAMPAÑAS POR LA HISPANIDAD (5)
La raza, dice Maeztu, no se define ni por el color de la piel ni por la estatura ni por los caracteres anatómicos del cuerpo. Ni se contiene en unos límites geográficos o en un nivel determinado sobre el mar. La raza no es la nación, que expresa una comunidad regida por una forma de gobierno y por unas leyes; ni es la patria, que dice una especie de paternidad, de sangre, de lugar, de instituciones, de historia. La raza, decimos apuntando al ídolo del racismo moderno, no es un tipo biológico definidos por la soberbia propia y por el desdén a las otras razas, depurado por la selección y la higiene, con destinos trascendentales sobre todas las demás razas.
La raza, la hispanidad, es algo espiritual que trasciende sobre las diferencias biológicas y psicológicas y los conceptos de nación y patria. Si la noción de catolicidad pudiese reducirse en su ámbito y aplicarse sin peligro a una institución histórica que no fuera el catolicismo, diríamos que la hispanidad importa cierta catolicidad dentro de los grandes límites de una agrupación de naciones y de raza. Es algo espiritual, de orden divino y humano a la vez, porque comprende el factor religioso, el catolicismo en nuestro caso, por el que entroncamos con el catolicismo “católico”, si así puede decirse, y los otros factores meramente humanos, la tradición, la cultura, el temperamento colectivo, la historia, calificados y matizados por el elemento religioso como factor principal; de donde resulta una civilización específica, con un origen, una forma histórica y unas tendencias que la clasifican dentro de la Historia Universal.
Entendida así la hispanidad, diríamos que es la proyección de la fisonomía de España fuera de sí y sobre los pueblos que integran la hispanidad. Es el temperamento español, no el temperamento fisiológico, sino el moral e histórico, que se ha transfundido a otras razas y a otras naciones y a otras tierras y las ha marcado con el sello del alma española, de la vida y de la acción española. Es el genio de España que ha incubado el genio de otras tierras y razas, y, sin desnaturalizarlo, lo ha elevado y depurado y lo ha hecho semejante a sí. Así entendemos la raza y la hispanidad.
En el Cielo, dice el Apocalipsis, gentes de toda nación y raza bendicen a Dios con esté himno: “Nos redimiste, Señor, con tu sangre, de toda nación, y has hecho de todos un solo reino”. Alejando toda profanidad en la aplicación, ¿por qué todas las gentes de Hispanoamérica no podrían bendecir a la Madre España y decirle: “Señora, nos sacaste un día de la idolatría y la barbarie y nos imprimiste una semejanza tuya, que aún perdura después de más de cuatro siglos? Somos la hispanidad, Señora, porque si no formamos un reino único de orden político, pero tenemos idéntico espíritu, y ese espíritu es el que nos une y nos señala una ruta a seguir en la Historia”.
Así queda definido el problema de la hispanidad en su fórmula espiritual, y queda al mismo tiempo resuelta la dificultad que podría ofrecerse por la enorme diferencia de tipos biológicos, de cultura, de lengua, que nos ofrecen estas Américas, hasta reduciéndolas al tipo latino o hispano.
Y así definida la hispanidad, yo digo que es una tentación y un deber, para los españoles y americanos, acometer la hispanización de la América latina. Tentación en el buen sentido, porque todo ser apetece su engrandecimiento, y América y España se brindan mutuamente, más que otros países del mundo, anchos horizontes hacia donde expansionarse. Deber, porque lo hemos contraído ante nuestra propia Historia, que nos impone la obligación moral de la continuidad, so pena de errar la ruta de nuestros destinos. Hemos hecho lo más; nos queda por hacer lo menos. Hemos conquistado y colonizado y convivido en español; hemos de reconquistar nuestro propio espíritu, que va desvaneciéndose en América.