D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973

P.: Entonces, ¿se llega a la conclusión, sin ningún género de dudas, de que la defensa del orden público equivale a la defensa de la libertad de los demás?

R.: Si la defensa se hace justamente -hay que reconocer que es difícil. lograr un equilibrio perfecto entre la exigencia de la autonomía individual y esta exigencia de los derechos de los demás, mas prescindamos ahora de los posibles fallos en la aplicación práctica-, creo que ésa es exactamente la posición de lo que se llaman «límites» de la libertad: son sencillamente la defensa de la libertad de los demás.

P.: Al amparo de esa libertad, entonces, ¿los niños tienen derecho de ser adoctrinados, como se decía en la Edad Media, en las escuelas de sus respectivas religiones?

R.: Evidente. El niño tiene ese derecho, o quizá lo tengan los padres, a quienes los niños están confiados. Yo añadiría algún derecho más (que también podría servir de ejemplo, para no quedarnos solamente con los ejemplos de medicina, torpemente indicados). Por ejemplo: todos los hombres tienen derecho de que, al comunicarles otros hombres sus convicciones, no les engañen, no usen métodos seductores, que son los que constituyen la mala propaganda. Otro ejemplo: todos los hombres tienen derecho a que la verdad ya conocida y promulgada, aunque sea negada por muchos hombres, les sea propuesta. La proposición de la verdad no es coacción; es un servicio que se hace a los hombres. Por tanto, si en algún país, por las circunstancias que fueren, el hecho maravilloso y gozoso de que el Padre se ha manifestado en Cristo Jesús no se propone suficientemente a los hombres, no sólo se está faltando a un mandato del Señor; se está faltando a un derecho de los hombres. Tercer ejemplo: Los padres -y así enlazo con lo que usted acaba de indicarme tan oportunamente- tienen derecho de educar a sus hijos religiosamente según su estimación, sin coacción exterior (a no ser en casos de manifiesta desidia, de abandono total, de prepotencia y abuso intolerables). Y, por último –sin agotar la lista de posibles ejemplos-, creo que habría que consignar un derecho que tienen los niños y los adolescentes, y que el Concilio proclama en un documento importante: no sólo el derecho de no ser engañados o de que se les proponga la verdad, sino el derecho de ser estimulados. El niño necesita estímulo e impulso, que no es coacción, para que pueda captar y asimilar los valores religiosos y los valores morales. Por tanto, un Estado neutro o descuidado que, aun respetando al máximo la libertad de cada adulto, no proporcionase condiciones favorables para que los niños y, en general, las personas que lo necesiten se sientan estimuladas a buscar o a asimilar la verdad que se les propone, estaría incumpliendo una parte decisiva, importantísima, de lo que llamamos bien común, que es su tarea.