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Con la indisolubilidad nos pasa un poco como con el latín. El hombre de la calle piensa que el latín lo defienden muchos españoles por eso de que «somos muy católicos». Y no es así: el latín hay que defenderlo por el valor que tiene en sí mismo y por razones de cultura. Díganlo si no las Universidades de Oxford y de Cambridge y los más prestigiosos centros de estudio alemanes que hacen de las lenguas clásicas el soporte de su formación, con independencia de que el latín sea o deje de ser la lengua oficial de la Iglesia.

Algo semejante ocurre con la indisolubilidad. «Es cosa de la Iglesia» -piensan algunos-. Lo cual es verdad -«lo que Dios ha unido no lo separe el hombre»-, pero sólo parte de la verdad. Porque lo que la Iglesia diga tendrá valor para él creyente, pero no para el incrédulo. En cambio, tanto para el creyente como para el incrédulo, sí tiene valor el derecho natural; derecho natural que, por el bien de los hijos y la estabilidad de la familia, exige la indisolubilidad del matrimonio.

Bien de los hijos

He aquí un argumento irrefutable. El matrimonio no es sólo cosa de los cónyuges. También los hijos cuentan. Porque ellos son los grandes perjudicados por el divorcio. Y del mismo modo que precisan el amor maternal, para su adecuado desarrollo, precisan también -para su armónica evolución afectiva, moral, intelectual e incluso física en ocasiones- que no se rompa el círculo de amor padre-madre-hijo. Es sabido que la delincuencia juvenil se nutre principalmente de muchachos que proceden de hogares deshechos por el divorcio. Y, aunque no se llegue a la delincuencia, los educadores, los médicos y los psicólogos nos podrían hablar de jóvenes que arrastran en su alma -y no pocas veces en su cuerpo- el dolor, la tristeza y la angustia que tiene su origen en un hogar destruido por el divorcio y por las nuevas relaciones amorosas de este o aquel progenitor. En el divorcio con matrimonio subsiguiente los hijos del anterior son prácticamente abandonados por este padre o esa madre que han encontrado un nuevo centro de interés y una familia a la que prodigar su afecto y atenciones. Esos hijos se sentirán extraños, cuando menos, en un hogar que ya no es enteramente el suyo; ¡Bien de los hijos! ¡Cuán pocas veces se le saca a relucir al hablar del divorcio como si éste fuera un asunto que sólo a los padres compete!

Estabilidad de la familia

Claro que, pensará alguno, sino hay hijos, o si se trata de casos extremos en que un cónyuge inocente o engañado tendría que sacrificarse de por vida, bien podría admitirse el divorcio. Y, sin embargo, aun en esos casos el derecho natural continúa exigiendo la indisolubilidad. Porque una vez concedida la posibilidad de divorcio se produce esa presión social (las estadísticas lo confirman), que hace que, lentamente, pero de modo incontenible, se vayan ampliando las causas de divorcio y que, en la práctica, lo que podría haber sido admitido como lícito para «casos extremos» desborde los cauces prefijados y alcance zonas que nunca debieron haber sido alcanzadas.

La historia es aleccionadora a este respecto. En Inglaterra, admitido el divorcio a raíz de la separación de Roma, apenas se concedió un divorcio por año durante todo el siglo XVIII. Pero a partir de 1857, bajo la presión de la opinión pública, se extiende a los casos de adulterio simple de la mujer o cualificado del marido -realizado, por ejemplo, en el propio domicilio conyugal-. En 1923 se extiende al adulterio simple del marido. En 1937, a los casos de enfermedad mental incurable, abandono por tres años, crueldad, etcétera, siendo la tendencia actual la de conceder el divorcio en cualquier caso en que uno de los cónyuges no sea feliz en el matrimonio.

Análogo es el caso de Grecia. En Grecia se comenzó admitiéndolo por adulterio. Posteriormente se consideró que la ausencia permanente -cadena perpetua, por ejemplo- equivalía a la muerte física… Y las causas se han ido ampliando de tal suerte que, hoy, los cónyuges que desean divorciarse lo consiguen siempre.

En Estados Unidos se ha llegado a conceder el divorcio por motivos verdaderamente fútiles. «Ha habido tribunal -escribe el profesor Mario Elía en Matrimonio en crisis– que extendió el famoso concepto de crueldad mental hasta comprender en él verdaderas banalidades como el hecho de que el marido no quería quitarse el bigote o que la mujer se obstinaba en vestir siempre de verde». En Francia uno de cada diez matrimonios acaba en divorcio. En Suecia, Dinamarca y la Unión Soviética uno de cada cuatro. En Estados Unidos uno de cada tres. ¿Cuántos de estos matrimonios rotos hubieran podido salvarse -y con ellos tantos valores- de no haberse introducido el divorcio en la legislación con el señuelo inicial de «sólo para, casos extremos»?

El contrato

Alguno dirá: «El matrimonio es un contrato, y un contrato no puede obligar contra la voluntad de las partes». Los contrayentes tienen libertad, para casarse o no casarse, para hacerlo con esta o aquella persona, pero esa libertad no se extiende al estado matrimonial, estado que no puede ser modificarlo arbitrariamente, sino que queda fuera del capricho y voluntad de los cónyuges en razón a que su naturaleza, estructura y organización, superando el interés individual, tiene múltiples repercusiones en todo el orden social. En otras, palabras: no estamos ante un contrato cualquiera, sino ante un contrato cuya estructura está preordenada por la misma naturaleza. Y del mismo modo que los padres, aunque hayan engendrado por propia y libre voluntad un hijo, deben después respetar sus derechos y existencia, así, aunque por propia voluntad hayan realizado el contrato matrimonial, deben después respetar sus leyes y propiedades esenciales, entre las cuales se halla la indisolubilidad. Otros añaden: «No se puede condenar al cónyuge inocente a que sea infeliz toda su vida»; Quienes así razonan no tienen en cuenta que aun concediendo que el divorcio llegase a abrir las puertas de la felicidad a algún cónyuge inocente, sin embargo sería causa de infelicidad para muchos otros, también inocentes, dado que admitida su posibilidad se desemboca -basta mirar la historia- en una mayor y mayor frecuencia. ¿Cuántos niños, de los 280.000 que entre 1946 y 1948 quedaron con los padres divorciados en la República Federal Alemana, hubieran visto salvado su hogar de no estar legalizado el divorcio? Y de los 32.755 matrimonios divorciados entre 1960 y 1965 en el condado de Dalias del Estado de Texas -¡frente a un total de 61.899 matrimonios contraídos!-, ¿cuántos hubieran llegado a buen puerto de no haber encontrado, la fácil salida del divorcio para tal o cual dificultad? Esos niños y esas parejas, víctimas inocentes del divorcio, suman un número inmensamente superior al de las víctimas inocentes de la indisolubilidad.

Pero la indisolubilidad -¡qué duda cabe!- también tiene sus víctimas. Como las tiene la justicia y las tiene el amor patrio: díganlo si no la esposa y los hijos del criminal ajusticiado que sin culpa suya se ven condenados a una vida de estrecheces y sufrimientos; o los padres del soldado muerto en el frente que -sin culpa suya- se ven avocados a una vejez solitaria. Pero a nadie se le ocurre pedir que no se haga justicia o que no se defienda a la patria para evitar el sufrimiento de tales personas inocentes. Y es que por encima del bien particular está el bien común. Bien común que -en el caso que nos ocupa- exige, por los derechos de los hijos y la estabilidad de la familia, la indisolubilidad absoluta.

Dicen: «Bien que no se generalice, pero para determinados casos extremos sí deberíamos admitirlo». ¿Para qué casos extremos? ¿Para el adulterio? ¿Para la enfermedad mental incurable? Si se admite por adulterio, ¿por qué no también por homicidio o por otros delitos infamantes que provocan la pérdida del amor del cónyuge inocente? Si se admite por enfermedad mental incurable, ¿por qué no también por otras enfermedades repugnantes, causadas por un proceder vicioso? Como se ve, la primera dificultad estriba en ponerse de acuerdo sobre cuáles son esos casos extremos. Pero hay más: cualquier causa de divorcio que se establezca es una provocación a cometerla o a simularla. Recientemente se han descubierto en Francia agencias especializadas en «provocar» adulterios suministrando hombres o mujeres especialmente atractivos que sirvieron de cebo a las esposas o esposos de los cónyuges que preten­dían divorciarse, facilitando a éstos «pruebas» en que apoyar su derecho al divorcio. Una última objeción: «¿Vamos a ser precisamente nosotros los que tengamos razón frente a esa inmensa mayoría de países que lo van admitiendo?» Pero ese argumento carece de fuerza. Cuando Galileo sostenía que la Tierra giraba alrededor del Sol -en contra de la opinión de la mayoría de «los sabios de su tiempo»-, ¿quién tenía razón, él o aquéllos que le tildaban de loco? Es que las cosas son como son, al margen de lo que sobre ellas puedan pensar las mayorías o las minorías, pues muchas veces son influidas por múltiples factores.

Luis Riesgo Menguez y Carmen Pablo De Riesgo

SEÑORA, QUIEN SE NIEGUE A SERVIROS, PERECERÁ, dice el gran doctor de la Iglesia San Alberto Magno. Y una forma amorosa, accesible, dulce para todos, es rezar cada mañana y cada noche las TRES AVEMARÍAS.