Un domingo fui a Misa, como cada domingo, aunque fui a otra parroquia que no es la habitual. Pero esa Misa fue distinta, porque era la última misa en su parroquia de un sacerdote que se acababa de jubilar, y a quien el Sr. Obispo ha encomendado otra tarea, seguramente más tranquila y adecuada para un sacerdote de 82 años. Pero por ser la última, fue emotiva y entrañable.
El sacerdote se despedía de sus feligreses, con muchos de los cuales estaba unido, después de muchos años de servicio y convivencia, por una sincera amistad. Pidió perdón si había ofendido a alguien, dijo haber hecho las cosas con la mejor voluntad y ánimo de servicio, y reconoció que a veces se hacen mejor, y a veces peor. Agradeció las ayudas que había recibido por parte del consejo parroquial y de todos los fieles, y se ofreció a sus feligreses en su nuevo destino, despidiéndose de ellos hasta siempre. Tuvo, además palabras de elogio para el sacerdote que iba a sustituirle, y pidió a sus feligreses que le acogieran con el mismo cariño con que le habían acogido a él cuando llegó. Se le notaba que dejaba en el pueblo una parte de su vida y de su corazón, y que con gusto se habría quedado.
Por parte de sus feligreses se observó lo mismo. Amaban a su párroco, y les dolía despedirse de él. En nombre de todos, antes del ofertorio, uno de los miembros del Consejo Parroquial dijo unas palabras de reconocimiento y gratitud, enumerando los méritos del sacerdote que se iba, agradeciendo su servicio, dedicación, disponibilidad, las homilías y la labor realizada en su pueblo y su iglesia, entre las que se contaba la restauración y mejora del templo parroquial, “con escasos medios, lo que aún es más meritorio” -dijo-.
Había en el ambiente una emoción contenida que me hizo pensar que ese sacerdote había sido un hombre fiel a la vocación recibida, y pensé que era triste que tuviera que irse. Había de ser muy doloroso para él. En otro tiempo, cuando los jóvenes conservaban la fe y respondían a la llamada de Dios, y no faltaban vocaciones, los sacerdotes morían en su parroquia, entre los hombres y mujeres que habían bautizado, catequizado, casado, acompañado, amonestado y guiado toda su vida. Era un padre que moría entre sus hijos, y que era llorado por sus hijos, y enterrado entre sus hijos. Hoy son apartados de su parroquia y se les confían otros ministerios porque no hay sacerdotes jóvenes que puedan cubrirlos. Los sacerdotes ancianos van a acabar sus días en una residencia sacerdotal, donde son muy bien atendidos, ciertamente, tanto en lo material como en lo espiritual, pero lejos de las parroquias que atendieron con celo y dedicación, lejos de sus hijos espirituales. Nunca he tenido la confianza suficiente con los sacerdotes que he conocido para preguntarles si preferirían, caso de ser posible y poder elegir, permanecer en sus parroquias hasta su muerte, o ir a morir a la residencia sacerdotal.
Ciertamente es probable que hoy no pueda hacerse de otra forma. La escasez de vocaciones obliga a los Obispos a tomar decisiones que, tal vez, no son las que más les gustaría. Pero han de pensar en el bien de la Iglesia y de toda su grey.
Tal vez aquí fallamos -en parte al menos- los seglares. No solemos pensar en lo solos que están a veces nuestros párrocos, que son hombres como nosotros que a veces necesitan amistad y compañía. Si están enfermos o cansados, no suelen tener quien les alivie. Si tienen problemas, no tienen en quien descargarlos y desahogarse. Si se sienten solos, muchas veces están y siguen solos en sus casas rectorales. Si se sienten alegres, no siempre tienen con quien compartir esa alegría. Y pienso en los sacerdotes ancianos que están en residencias, que muchas veces no reciben más visita que la de algún hermano o sobrino, pero que seguramente les gustaría ver de vez en cuando a sus antiguos feligreses y saber de la parroquia y de las personas a las que dedicaron tiempo, esfuerzo y desvelos. Y pienso en los sacerdotes más jóvenes, inmersos de lleno en su ministerio, y que necesitan como los laicos los consuelos humanos además de los divinos.
Este es un campo a nuestra caridad en el que con frecuencia no pensamos, pero que no debemos olvidar. Y me atrevo a decir que es un campo más adecuado para los hombres que para las mujeres, sobretodo si se trata de sacerdotes jóvenes. Ayudemos a los sacerdotes con nuestra oración primero, que es la base de toda obra buena y la ayuda más eficaz para cualquier persona o problema, y después con la amistad, la ayuda material, el apoyo en los momentos difíciles, el buen consejo cuando sea menester, o simplemente la presencia y la compañía, que todos las necesitamos un día u otro. Y todo, siempre, con el máximo respeto y a mayor gloria de Dios.