Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941
- Un índice de la cultura española en el siglo VII
Exaltado después de [San Leandro] a la sede [de Sevilla], presidiendo el Concilio IV Toledano que uniformó la liturgia, y el hispalense II que condenó la herejía de los Acéfalos sostenida por un Obispo sirio… San Isidoro, heredero del saber y de las tradiciones de la antigua y gloriosísima España romana, algo menoscabadas por injuria de los tiempos, pero no extinguidas del todo, heredero de todos los recuerdos de aquella Iglesia Española…; artífice incansable en la obra de fusión de godos y españoles, a la vez que atiende con exquisito cuidado a la general educación de unos y otros, así del clero como el pueblo, fundando escuelas episcopales y monásticas…, difundiendo la vida [conventual] y dando regla especial y española a sus monjes…, escribe compendios, breviarios y resúmenes de cuantas materias pueden ejercitar el entendimiento humano, desde las más sublimes hasta las más técnicas y manuales; desde el abstruso océano de la teología hasta los instrumentos de las artes mecánicas y suntuarias; desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que crece en la pared. La serie de sus obras, si metódicamente se leen, viene a constituir una inmensa enciclopedia, en que está derramado y como transfundido cuanto se sabía y podía saberse en el siglo VII, cuanto había de saberse por tres o cuatro siglos después, y además, otras infinitas cosas, cuya memoria se perdió más adelante… (1).
La influencia isidoriana, l’ardente spiro d’Isidoro, que decía Dante, prosigue fulgurando sobre nuestra raza desde el siglo VIII hasta el XII, en que los reinos cristianos de la Península entraron resueltamente en el general movimiento de Europa, renunciando a muchas de sus tradiciones eclesiásticas y a mucha de su peculiar cultura. Primero la reforma cluniacense, después el cambio de rito, finalmente el cambio de letra, determinaron esta trascendental innovación, sobre cuyas ventajas o inconvenientes no parece oportuno insistir aquí. Baste dejar apuntado, como hecho inconcuso, que los primeros siglos de la Reconquista son, bajo el aspecto literario, mera prolongación de la cultura visigótica, cada día más empobrecida y degenerada, pero nunca extinguida del todo. El fondo antiguo no se acrecentaba en cosa alguna, pero a lo menos se guardaba intacto. Los libros del gran Doctor de las Españas continuaban siendo texto de enseñanza en los atrios episcopales y en los monasterios y conservaban gran número de fragmentos, extractos y noticias de la tradición clásica. Por la fe y por la ciencia de San Isidoro, beatus, et lumen, noster Isidorus, como decía Álvaro Cordobés, escribieron y murieron heroicamente los mozárabes andaluces, a quienes la proximidad del martirio dictó más de una vez acentos de soberana elocuencia, que en boca de San Eulogio, y del mismo Alvaro, recuerdan el férreo y candente modo de decir de Tertuliano. Arroyuelos derivados de la inexhausta fuente isidoriana, son la escuela del Abad Spera in Deo y el Apologético del abad Sansón. A San Isidoro quiere falsificar, en apoyo de su herética tesis, el arzobispo Elipando, y con armas de San Isidoro trituran y deshacen sus errores nuestros controversistas Heterio y San Beato de Liébana. Los historiadores de la Reconquista calcan servilmente las formas del Cronicón isidoriano. Y finalmente, aquella ciencia española, luz eminente de un siglo bárbaro, esparce sus rayos desde la cumbre del Pirineo sobre otro pueblo más inculto todavía, y la semilla isidoriana, cultivada por Alcuino, es árbol frondosísimo en la corte de CarIo-Magno, y provoca allí una especie de renacimiento literario, cuya gloria, exclusiva e injustamente, se ha querido atribuir a los monjes .de las escuelas irlandesas. Y sin embargo, españoles son la mitad de los que la promueven: Félix de Urgel, el adopcionista, Claudio de Turín, el iconoclasta, y más que todos, y no manchados como los dos primeros con las sombras del error y de la herejía, el insigne poeta Teodulfo, autor del himno de las Palmas, Gloria, laus et honor, y el obispo de Troya, Prudencio Galindo, adversario valiente del panteísmo de Escoto Erigena. Aún era el libro de las Etimologías texto principal de nuestras escuelas, allá por los ásperos días del siglo X, cuando florecían en Cataluña matemáticos como Lupito, Bonfilio y Joseph, y cuando venía a adquirir Gerberto (luego Silvestre II), bajo la disciplina de Atón, obispo de Vich, y no en las escuelas sarracenas, como por tanto tiempo se ha creído, aquella ciencia, para su tiempo extraordinaria, que le elevó a la tiara y le dio misteriosa reputación de nigromante (2).
(1) Estudios de crítica literaria. Primera serie, páginas 137 a 139.
(2) Antología de poetas liricos castellanos. Tomo I, páginas LI y LII.