Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941
- Ruina del Imperio visigodo
¿Cómo vino a tierra aquella poderosa monarquía? Cuestión es ésta que hemos de tocar siquiera por incidencia. Para quien ve en el «justitia elevat gentes: miseros autem facit populospeccaium», la fórmula, de la ley moral de la historia, y con San Agustín, Orosio, Salviano, Fray José de Sigüenza, Bossuet y todos los providencialistas, partidarios de la única verdadera filosofía de la historia, considera el pecado original cual fuente del desorden en el universo, el pecado individual como causa de toda desdicha humana, el pecado social como explicación del menoscabo y ruina de los Estados, no puede menos de señalar la heterodoxia y el olvido de la ley moral como causas primeras y decisivas de la caída del imperio visigodo. Veamos cómo influyeron estas causas.
Error sería creer que las dos razas, goda e hispano-romana, estaban fundidas al tiempo de la catástrofe del Guadalete. La unión había adelantado mucho con Recaredo, no poco con Recesvinto, pero distaba de ser completa. Cierto que hablaban ya todos la misma lengua, y los matrimonios mixtos eran cada día más frecuentes; mas otras diferencias íntimas y radicales los separaban aún. Y no dudo en colocar entre ellas la diferencia religiosa. No importa que hubiesen desaparecido, a lo menos de nombre, los arrianos, y que Recesvinto diera por extinguida toda doctrina herética. La conversión de los visigodos fue demasiado súbita, demasiado oficial, digámoslo así, para que en todos fuese sincera. No porque conservasen mucho apego al culto antiguo; antes creo que, pasados los momentos de conspiración y lucha más o menos abierta, en el reinado de Recaredo, todos o casi todos abandonaron de derecho y de hecho el arrianismo; pero muchos (duele decirlo), no para hacerse católicos, sino indiferentes, o a lo menos malos católicos prácticos, odiadores de la Iglesia y de todas las instituciones. Lo que entre los visigodos podemos llamar pueblo, el clero mismo, abrazaron en su mayor número, con fe no fingida, la nueva y salvadora doctrina; pero esa aristocracia militar que quitaba y ponía reyes, era muy poco católica, lo repito. Desde Witerico hasta Witiza, los ejemplos sobran. En vano trataron los Concilios de reprimir esta fracción orgullosa, irritada por el encumbramiento rápido de la población indígena. Sólo hubieran podido lograrlo elevando al trono un hispano-latino; pero no se atrevieron a tanto quizás por evitar mayores males. De hecho, los mismos reyes visigodos entendieron serles preciso el apoyo de la Iglesia contra aquellos osados magnates, que los alzaban y podían derribarlos, y vemos a Sisenando, a Chindasvinto, a Ervigio, apoyarse en las decisiones conciliares, para dar alguna estabilidad a su poder, muchas veces usurpado, y asegurar a sus hijos o parientes la sucesión a la corona. Los Concilios, en interés del orden, pasaron por algunos hechos consumados, cuyas, resultas era imposible atajar; pero las rebeliones no cesaban, y lo que llamaríamos el militarismo o pretorianismo encontró su último y adecuado representante en Witiza. Witiza es para nosotros el símbolo de la aristocracia visigoda, no arriana ni católica, sino escéptica, enemiga de la Iglesia, porque ésta moderaba la potestad real y se oponía a sus desmanes. La nobleza goda era relajadísima en costumbres: la crueldad y la lascivia manchan a cada paso las hojas de su historia. El adulterio y el repudio eran frecuentísimos, y el contagio se comunicó a la clerecía, por haber entrado en ella individuos de estirpe gótica. Los Prelados de Galicia esquilmaban sus Iglesias, según resulta del canon IV del Concilio VII. El VIII, en sus cánones IV, V Y VI, tuvo que refrenar la incontinencia de los Obispos, presbíteros y diáconos. Ni aun así se atajó el mal, y fue preciso declarar siervos a los hijos de uniones sacrílegas…