el angel de lorcaP. Lorenzo Moreno Nicolás (1899 – 1936)

Nace en Lorca (Murcia), en cuya parroquia de Nuestra Señora del Carmen lo bautizan. Huérfano de padre, debe dejar la escuela a los doce años y ponerse a trabajar de aprendiz en un comercio y en la estación de ferrocarril para ayudar a la familia. Es también sacristán de las Hermanas Mercedarias de Lorca, entre ellas descubre la llamada de Dios y pide el ingreso en la Merced.

Viste el hábito mercedario el 31 de agosto de 1919 en el convento de Poio (Pontevedra), hace la profesión de votos el año siguiente y continúa sus estudios eclesiásticos hasta que, en 1923, lo destinan a la recién fundada vice-provincia de Valencia. Deja un recuerdo de virtud entre sus compañeros, quienes dirán que «gustaba de los temas espirituales y era muy devoto de santa Teresita de Niño Jesús, cuya vida les leía con frecuencia el P. Maestro… no dejaba ocasión de leer libros de la Orden y las historias de sus frailes santos… era severo consigo mismo y bondadoso con los demás… supo vivir días llenos, mientras los demás nos mirábamos en él».

 En El Puig hace la profesión solemne y en Oriola se ordena sacerdote el 18 de diciembre de 1926. En el monasterio de El Puig se encarga de los internos del colegio, por espacio de un año, luego pasa cinco años en el reformatorio de menores de Godella «teniendo con los muchachos una gran empatía como buen pedagogo, amigo sencillo, amado, respetado más por su bondad que por su autoridad». La llegada de la Segunda República arroja a los mercedarios de Godella y el padre Lorenzo marcha a Palma de Mallorca en mayo de 1931, en esta ciudad despliega gran celo por la salvación de las almas, predica con frecuencia y con inusitado fervor en las funciones de los Jueves Eucarísticos, de cuya Archicofradía es Director. Con el permiso de sus superiores y para atender a su anciana y desvalida madre, fija su residencia en Lorca en agosto de 1935. Allí ejerce de vicario parroquial de la parroquia de San Patricio y de capellán de las Hermanas de la Caridad, distinguiéndose por su rectitud, celo y fervor.

Al inicio de la Guerra Civil se oculta entre su familia, no pierde la serenidad y celebra en privado la eucaristía. Fue localizado y él sabía que su detención era cuestión de días, pero no se oculta aunque se lo propone su familia «con gran resignación y paciencia, como los mártires… su estado de ánimo era tal que hacía todo por Dios y vivía solo para Dios… no se le notó jamás debilidad ni miedo de morir… se dejó llevar como un manso cordero sin ofrecer resistencia». Reza el breviario y, con los suyos, el rosario, afirmando que no había honor más grande que el ser mártir.

La noche del tres al cuatro de noviembre de 1936, cuatro hombres armados llegan a su casa, le detienen e interrogan.

Al preguntarle por qué no se había escondido responde «porque creo no haber cometido ningún delito, y porque acordaron los del comité no meterse conmigo… «. Lo llevan al cuartel de los milicianos y allí, tras una breve estancia, lo dejan libre, más una vez en la calle caen sobre él, lo introducen en un automóvil que toma dirección hacia Caravaca y cuando llega al Coto minero, le bajan, empiezan las vejaciones y torturas -le cortan las orejas, lo acuchillan, le rompen la cabeza a culatazos- lo sientan sobre el brocado de un pozo y le hacen descargas de fusil y, vivo todavía, le arrojan al pozo de azufre. Al marchar los torturadores aún se oían los lamentos del ejecutado, su última palabra fue ¡Viva Cristo Rey! Era la madrugada del día cuatro de noviembre, antes había bendecido y perdonado a sus carniceros, contará el chofer que ponderará su sinceridad.

Al día siguiente su sobrino Hilario fue al Pozo minero, allí encuentra huellas del asesinato, su boina, acribillada a balazos, con parte de masa encefálica, y el breviario ensangrentado que no pensó en recoger. En este mismo lugar fueron asesinados otros cinco mártires, cuatro hermanos de la Salle y el párroco de san José. Acabada la guerra se intentó recoger los restos de los mártires, pero el pozo estaba lleno de agua y de gas y los intentos fueron vanos.

El padre Lorenzo fue un ser angelical. Amigo particular de niños y de jóvenes, a los que comprendía y a los que sabía catequizar como nadie. Tuvo el valor y el coraje de la inocencia, y ni siquiera pensó en esconderse al llegar la persecución. En la última noche se presentó sereno a sus verdugos, como «el perseguido de Getsemaní», y cuando a fuerza de torturas se le iba la vida, aún tuvo arrestos para extender su mano derecha, bendecir a sus asesinos y orar por ellos, con las mismas palabras del Mártir del Calvario: «¡Señor, perdónales, que no saben lo que hacen».